DEL OTRO LADO DEL MOSTRADOR

Admito que ser creyente tiene su costo.

En primer lugar, requiere de fe. La fe es concebida por algunos como una creencia sin fundamento racional; más un deseo de creer que una certeza; una expresión de simplista voluntarismo o consciente sujeción a una fuente de poder inalcanzable por medios objetivos. Otros van más lejos y la conciben como muestra de supina ignorancia.

Pero para el creyente la fe es, al decir de Pablo, " la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve"1.

Por otro lado, el ser creyente implica la firme determinación del individuo de ceñir su vida a lo que cree, hasta donde le sea posible hacerlo. Para muchos, "guardar los mandamientos" no resulta asunto fácil.

Pero ¿qué sucede con quien está del otro lado del mostrador?

Empecemos por el agnóstico. No cree tener la capacidad de alcanzar el conocimiento de la Divinidad por sí mismo. Admite su debilidad inherente que le impide saber si Dios es real o es el resultado de una elaboración humana. No cree que le sea posible alcanzar certeza alguna concerniente al asunto.

Esta es una actitud de honestidad intelectual sobresaliente. Ello no le evita ejercer fe en esa convicción que tiene acerca de su incapacidad. Basa su inacción espiritual precisamente en esa convicción, tratando de ceñirse, lo mejor que le sea posible, a su propia escala de valores morales.

En ese sentido, el agnóstico es como un creyente carente de un Dios al cual adorar.

Luego está el ateo. Para él, Dios no existe. Cree tener una serie de fundamentos racionales, basados en sus experiencias sensitivas y su capacidad de raciocinio como para abrigar la certeza (una vez más aparece este concepto) de que Dios no existe.

Menudo problema en el que se encuentra atrapado. ¿Cómo demostrar que "algo o alguien" no existe? Para tener la certeza de la no existencia de "algo o alguien", la persona debiera ser omnisapiente; es decir, nada de lo que existe debiera quedar fuera del universo de su conocimiento. ¿Será que los humanos somos omnisapientes y aún lo ignoramos? ¡Vaya paradoja!

¿Cómo resuelve el ateo esta cuestión esencial de su existencia? Volviéndose creyente. Ejerciendo "fe" en que Dios no existe, pues ninguna otra cosa puede hacer. Si de dogmas se trata, el ateo no escapa al calificativo de dogmático.

El problema del ateo es su falta de respuestas. Su soledad intrínseca no la puede combatir con la compañía de otros ateos.

Algunos ateos practican aquello de ocultar la cabeza dentro del agujero. Simplemente evitan cuestionarse su "credo" y viven lo mejor que pueden de acuerdo con los principios que adoptan.

El problema es cuando, para fortalecer sus flancos débiles y reafirmar su "fe atea", creen su deber atacar a los creyentes, intentando socavarles sus propias certezas, o simplemente persiguiéndoles, coartando su derecho a creer.

La libertad es el supremo don de la humanidad. Abarca, entre otros aspectos, la libertad de creer lo que se quiera. Nadie, ni creyente, agnóstico ni ateo tiene el derecho de perseguir o coartar esa libertad. La laicidad bien entendida está en los cimientos de toda sociedad que se precie de vivir en democracia.

De manera que "estar del otro lado del mostrador" no otorga poderes especiales para limitar la libertad de religión ni tergiversar la laicidad en cualquier aspecto de la vida social.

Todo esto dicho con el debido respeto hacia quienes están del otro lado del mostrador.

Sé lo que digo, porque yo lo estuve en un tiempo lejano ya...

(1) Hebreos 11:1

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