EL OCASO DE LOS GIGANTES

Hace unos años, tal vez unas décadas, lo tuvo todo. Fama, poder, respeto y la adulonería de una pléyade de "fieles" que sólo buscaban beneficiarse de su amistad, o a lo sumo, del conocimiento mutuo.

Admirado por muchos, odiado por otros, pasó su tiempo disponiendo de la vida de los demás. Bastaba una palabra suya, o tal vez una mirada, para que un ejército de súbditos saliera corriendo a hacer realidad sus deseos.

Hizo cosas buenas. Ayudó a algunas personas, hizo feliz a otras, y también cometió errores e injusticias, como todo mortal que alberga en sí, además de sus virtudes, sus debilidades, las cuales suelen aflorar en momentos inesperados o de insufrible soberbia.

La gloria le rodeó durante las interminables batallas que lidió, donde lo cotidiano se entremezclaba con lo descollante. Supo ser el dueño de su albedrío, decidiendo su vida y, en parte, la de los que le seguían, con mano firme e innegable arrojo.

Su ley era satisfacer su orgullo, pensar en su bienestar y sentir el placer de tener poder, honra y el temor de sus enemigos.

Tenía las virtudes y defectos propios de la naturaleza humana.

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Los años fueron pasando. Demasiados. Hasta que llegó al ocaso de su vida. Ese ocaso en que sus fuerzas no daban para seguirle el paso a sus ansias. Ese ocaso en que, lo que antes era cotidiano, pasó a ser lo extraordinario, cuando no, algo ya inalcanzable.

Le llegó el tiempo de recoger lo que sembró. Y sólo pudo abrazar lo intangible, lo que no se compra o se vende, aquello que, mezcla de recuerdos y nostalgia se convierte, más temprano que tarde, el legado de una vida. Lo material, el placer del poder y la satisfacción de lo sensual dejó de tener la importancia que el ímpetu de la juventud suele atribuirle.

Ya nada le consuela. Su influencia, sus opiniones, su débil accionar ya no tiene importancia para un mundo en vorágine que no puede detenerse para acompañarse a sus lentos pasos.

Los camaradas de ayer ya se le han ido. En su mayoría, le han precedido en ese camino sin retorno -al decir del poeta- el cual una vez emprendido, lo dejará -con suerte- grabado por un tiempo en la memoria de los que le sobrevivan, dejando como restos detalles de su paso por la vida, en forma efímera y virtual.

La muerte es el gran arrebatador de glorias, de sueños y hazañas vividas. Porque se queda con todo lo temporal, y sólo deja a los hombres lo que hayan alcanzado de trascendente en su viaje por esta esfera terrenal.

La muerte es también el gran equiparador de hombres, enrasándolos a todos, bajo el manto de la fría tumba; pues de nada sirven los panteones y monumentos, los homenajes y evocaciones... La muerte nos hace a todos iguales.

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Pero el ocaso puede también albergar gigantes que permanecerán gigantes más allá de esta vida. No son gigantes adornados de oropeles, disfrazados como fantoches del poder o la lujuria, la fama o la riqueza.

Esos gigantes son gigantes a los ojos de Dios ya que, aún desde su anonimato, han sabido vivir la vida plena para la cual fueron creados, cuyo propósito se puede resumir en aquellos dos mandamientos que sintetizan todo el alcance real del motivo de la existencia terrenal:

"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente.

Este es el primero y grande mandamiento.

Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas."1

En otras palabras, esos gigantes eternos han sido, son y serán quienes han encontrado, a lo largo de su vida, el verdadero sentido de su realidad y la razón del por qué vivir.

"Porque, ¿qué aprovechará al hombre si gana todo el mundo y pierde su alma?"2

Obvio es decir que Dios les juzgará y no la Historia. Y serán juzgados por sus pensamientos, sus principios, sus valores, sus palabras y sus obras.

Esos gigantes imperecederos podrán no haber gozado de la popularidad ni en esta vida ni después de ella. Pero habrán vivido como para seguir adelante hacia la eternidad con la frente bien en alto.

Sabían que "esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer ante Dios; sí, el día de esta vida es el día en que el hombre debe ejecutar su obra"3.

Habrán vivido para convertirse en gigantes ante su Creador.

¡Para estos GIGANTES, su ocaso es glorioso!

(1) Mateo 22:37-40

(2) Marcos 8:36

(3) Alma 34:32

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