UN MUNDO LIGHT
Los últimos cuarenta o cincuenta años han sido definitivamente singulares en la historia del mundo.
Globalización, revolución informática y genética, cambios
culturales y sociales jamás soñados por las generaciones que nos precedieron,
adelantos tecnológicos y científicos sin precedentes, y el vértigo, el vértigo
de la velocidad de cambio que se ha acelerado de manera dramática.
¿Está todo mal? ¿Está todo bien? ¿Todo es relativo y depende
de quién es el más fuerte? ¿Qué valores permanecen? ¿Cuáles han sido
cuestionados y hasta aniquilados ante nuestros ojos?
¿Hacia dónde nos dirigimos?
Cuando uno considera éstas y otras interrogantes desde un
punto de vista materialista o inmerso en la visión de un mundo ateo que vive de
espaldas al Dios que lo creó, no es posible saber con certeza qué futuro nos
aguarda.
La debilidad del hombre se manifiesta en su soberbia y no
tanto en sus limitadas capacidades.
Aunque son encomiables los esfuerzos e ideales de quienes
persiguen el "bien" de la humanidad, lo cierto es que falta mucho.
Falta mucho y pareciera que, en realidad, se está persiguiendo el horizonte, un
horizonte que parece real pero que nunca se alcanza.
Ciertamente vivimos en un mundo "light", donde la
inmediatez, la facilidad y la conveniencia personal caracterizan todo lo que se
cree que vale la pena desear.
En contraposición a este estado de las cosas, tenemos la
permanencia de los valores divinos. Dios es inmutable. Creó la vida para
nuestro gozo. No le podemos culpar por nuestras faltas.
Es imposible que le aceptemos como un ser real y cognoscible
-no como el horizonte inexistente- a menos que tengamos el deseo de llegar
hasta Él, la disposición a vivir conforme a Su modelo de vida, y le recibamos
por medio de la revelación que habla a nuestra mente y corazón con certezas
inefables.
Para quienes han alcanzado esas certezas inefables, la
cuestión no es si Él existe o no.
La cuestión es si seguiremos el modelo "light" del
mundo moderno o, de lo contrario, nos esforzaremos, con verdadera intención,
por ser uno con Él, como Jesucristo enseñó en Su oración intercesora1.
Porque, en definitiva, no es posible ni legítimo, estar con
un pie del lado de lo mundano y con el otro a Su lado.
(1) Véase el capítulo 17 del Evangelio de Juan.
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