SABIDURÍA

"Adquiere sabiduría; adquiere entendimiento...

no la abandones; y ella te guardará; ámala, y te protegerá.

Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y con todo lo que adquieras, adquiere entendimiento.

Exáltala, y ella te levantará; ella te honrará cuando tú la hayas abrazado.

Adorno de gracia dará a tu cabeza; corona de hermosura te entregará."1

En una época como la actual donde, a pesar de que los avances científicos y tecnológicos, la globalización y la capacidad masiva de acumular información han impuesto cambios culturales trascendentales, la vida de las personas parece haberse vaciado de contenido.

Esta aseveración puede resultar sorprendente para muchos, sobre todo si se la pondera en términos de conocimiento, de rompimiento de barreras y prejuicios, o de avance de los derechos humanos; conceptos éstos de indudable valor existencial.

Pero el conocimiento no es lo mismo que la sabiduría; el rompimiento de barreras no puede ser un fin en sí mismo porque su culto conduce a la anarquía; ni la defensa de los derechos puede llevar al olvido de las obligaciones que nuestra condición humana nos impone.

A nivel general, la cultura de la inmediatez, el afán por lo fácil y la búsqueda del entretenimiento escapista han ido paulatinamente sustituyendo a la búsqueda del enriquecimiento interior, a la autosuperación personal, a la ética como faro motor del accionar humano y al desarrollo de la dimensión espiritual de la vida.

La educación se ha transformado en una mera transmisión de conocimientos, una transmisión que a nivel de las masas deja mucho que desear.

El concepto del trabajo como forjador del carácter ha pasado a un segundo plano ante el predominio de una relación de mendicidad con el Estado, del cual se espera que dé satisfacción plena de todas las necesidades del individuo.

El auge del relativismo moral ha dado pie para perder los límites que encausaban la conducta social y familiar; al punto que hoy, cada uno cree tener el derecho a vivir según su propia conveniencia sin rendir cuentas a nadie.

Desde luego que existe aún cierto idealismo que mueve a muchos a la solidaridad y al cuidado del prójimo. Es un alivio. Muchas veces, sin embargo, esos ideales de servicio no logran conjuntarse entre las diversas corrientes del pensamiento, con lo cual las sociedades terminan en un mar de intolerancias, desavenencias y discriminación.

Pero lo que más preocupa es el empobrecimiento espiritual que experimentan grandes sectores de la población.

Este empobrecimiento espiritual pasa por un declive de la vida interior de las personas. Nos hemos convertido en máquinas de consumo. Estamos malgastando nuestro valioso tiempo en entretenimientos superfluos. Nuestro tesoro interior languidece con nuestra poca lectura, baja apreciación de las bellas artes y poco refinamiento cultural. Vivimos a merced de las modas, los "influencers" y las redes sociales. Somos fácilmente manipulables con eufemismos, relatos y eslóganes que llegan a destruir nuestra capacidad de crítica.

Como sociedad, hemos perdido sabiduría. La reflexión es una actividad en desuso. Poco nos importa averiguar quiénes somos, por qué vivimos, cómo podemos trascender. Importa más lo que hacemos que lo que somos. Importa vivir intensamente el presente antes que proyectar nuestro futuro. Somos esclavos de los sentidos y hemos debilitado nuestro raciocinio. Afirmamos ser felices, pero nos invade, a la vez, una insaciabilidad desgarradora por las vanidades.

Como en la alegoría de la caverna, vivimos de espaldas a la realidad, guiándonos por meros reflejos en la pared lúgubre contra la cual nos encontramos inmóviles.

Desde una perspectiva cristiana, debemos reencontrar la sabiduría. La sabiduría que nos lleve a conocer quiénes realmente somos; a entender por qué estamos aquí; cuál es el propósito último de nuestra existencia y cómo alcanzarlo. La sabiduría que nos enseñe cómo vivir felices y en paz... porque sólo "el hombre sabio es (el) fuerte, y el hombre de conocimiento (quien) aumenta su poder"2.

(1) Proverbios 4:5-9

(2) Proverbios 24:5 

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