EL PASTORCITO DE BELÉN

El tiempo se presentaba cálido y despejado aquella noche de abril para los pastores que velaban sus ovejas en la lejana tierra de Belén.

Hacía algunos días habían escuchado los aullidos lejanos de alguna manada de lobos, pero afortunadamente no se habían acercado demasiado y los animales bajo su cuidado estaban a buen resguardo en el corral que habían improvisado entre los cerros que rodeaban la ciudad.

Hacia la medianoche un resplandor súbito salpicó el cielo de una brillantez que asombró a los que estaban de vigilia y despertó a los que aún no les tocaba su turno en la noche. Los diez pastores alzaron la vista al cielo y no podían creer lo que veían sus ojos. ¿Estarían dormidos y aquello no era más que un sueño?

Lentamente una columna de luz fue bajando del cielo hasta que un personaje glorioso, envuelto de un resplandor blanco como la nieve más pura, salió de la columna y se posó como en el aire, frente a ellos.

Era un ángel del Señor y la gloria que le revestía también cubrió a los pastores que temblaban llenos de pavor.

-No temáis- les dijo el ángel -, porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que serán para todo el pueblo:

que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.

Y esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.

No bien los pastores recobraron el ánimo y se preguntaban en sus corazones qué extraño mensaje les había sido comunicado, y cómo era posible que ellos fueran visitados por un ángel siendo unos humildes asalariados, otra visión sorprendente se desplegó ante su vista:

"Una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios y decían:

¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!"

No bien cesó la visión de los coros celestiales y el ángel desapareció de su vista, los pastores acordaron en llegar hasta Belén y confirmar los hechos que les habían sido manifestados.

Pero existía un problema. Alguno tendría que quedarse a cuidar de los rebaños mientras los otros nueve fueran hasta Belén.

La elección de quién quedaría al cuidado de las ovejas resultó simple: el más joven, que tendría unos trece años, sería el más apropiado. Pese a sus protestas, el asunto quedó acordado. Los otros nueve rápidamente se perdieron de vista mientras corrían al pueblo.

El tiempo pasó y aunque los pastores mayores le relataron lo sucedido en Belén, aquel pastorcito nunca perdió su frustración por no haber podido estar presente aquella noche en el humilde pesebre donde había nacido el Salvador, el esperado Mesías que traería la liberación a la nación de Israel.

Aquel pastorcito se convirtió en hombre, formó una familia y con el tiempo oyó hablar de un tal Jesús de Nazareth que obraba milagros entre el pueblo, que muchos tenían por profeta y otros por el Hijo de Dios, en tanto los rabinos y principales dirigentes de la nación lo acusaban de blasfemo, falso profeta y buscaban matarle.

El recuerdo de aquella malograda noche en que un desconocido pastorcito de Belén no había podido conocer al Salvador de Israel, persiguió toda su vida a este hombre israelita que se preguntaba, al oír hablar de Jesús, si no sería precisamente ese Jesús aquel niño nacido en la soledad de un perdido pesebre en lo que parecía el rincón más ignoto de la tierra.

Desde aquellos años mozos había sido su intención encontrarle y servirle, estando dispuesto a dejarlo todo por ser su siervo leal. El destino, si es que existía como tal, quiso que sus caminos jamás se entrecruzaran.

Así fue hasta un día treinta y tres años más tarde de aquella milagrosa noche de la visita del ángel y el despliegue de los coros celestiales. Por razón de su oficio se encontraba aquel día en Jerusalén y habiendo oído del juicio y condena que el cónsul romano Poncio Pilatos había dictado sobre quien burlonamente llamaban el "Rey de los Judíos", se apresuró a reunirse con la multitud agolpada sobre la calle por la que debía pasar el cruel cortejo que llevaba a los condenados a muerte hasta el monte Gólgota, donde en una inhumana manera, los reos eran crucificados hasta la muerte.

No tuvo que esperar mucho para ver aparecer la fila de reos escoltados por los soldados romanos, en tanto que muchos entre la muchedumbre vociferaban y gritaban toda clase de blasfemias. Los reos eran tres. El último en la fila era el más alto, se distinguía por su figura, pero lucía salvajemente torturado con su cuerpo castigado por el ritual con que los soldados romanos se divertían a expensas de los condenados.

Llevaba sobre su cabeza una corona de espinas y cada tanto un vil latigazo rasgaba aún más su lacerada piel en tanto se tambaleaba y parecía no poder soportar más sobre sus hombros la pesada carga de los maderos sobre los cuales seria crucificado.

Llegando frente al pastorcito que se había convertido en hombre fiel al recuerdo de aquella noche milagrosa, el Galileo de los milagros increíbles tropezó y cayó a sus pies.

Inmediatamente un soldado romano tomó del hombro al impávido testigo y le empujó hacia el reo caído ordenándole cargar los maderos de ahí en adelante.

El reo, apenas aliviado de su carga, le miró a los ojos y le dijo casi imperceptiblemente:

-Simón, te he conocido desde siempre, aunque tú aquella noche tuviste que quedarte a cuidar el rebaño. Sé cuánto has querido conocerme y servirme, y ahora tu deseo te es cumplido. Bendito eres por acompañarme hasta mi muerte. Tu carga será ligera y tu herencia... eterna."

Aquel día Simón de Cirene pasó a la historia como el hombre que cargó la cruz por Jesucristo. Aquel día, el corazón de Simón de Cerene alcanzó el mayor gozo de todos: recibió a su Salvador.

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