ACERCA DEL MATRIMONIO
La decisión más trascendental
De todas las elecciones que podamos hacer en nuestra vida,
con seguridad la más importante es la que corresponde a elegir nuestra
compañera o compañero eterno. No elegimos a nuestros hijos ni a nuestros
padres; pero sí elegimos a nuestro cónyuge. La decisión de casarse y hacerlo
con la persona apropiada reviste una importancia singular en nuestra existencia
terrenal. Al contraer matrimonio y solemnizarlo en la Casa del Señor, unimos
nuestro destino al de otra persona que se convierte así en nuestro tesoro más
preciado.
Algunos dirán que aceptar el Evangelio Restaurado,
bautizarse y vivir los mandamientos es una decisión igual de importante. Sin
duda es importante, esencial e imprescindible para nuestro progreso eterno.
Pero entrar en el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio es la condición
suprema para alcanzar el grado más alto del reino celestial y si no lo hacemos,
no podemos aspirar a la exaltación1.
De manera que la elección de quien ha de sellarse con
nosotros ante el altar del templo y el logro una vida matrimonial plena de
valor eterno se transforman en el cimiento de nuestra exaltación.
Desafíos y promesas del matrimonio
Cuando dos vidas se unen en matrimonio se presentan ante
ellas desafíos excepcionales. En primer lugar, esas dos vidas deben fusionarse,
potenciando las virtudes de ambos contrayentes mutuamente y limando las
asperezas que traen de sus vivencias anteriores. En verdad, uno aporta mucho
más que amor y bienes materiales al hogar que se está crea. Aporta también su
experiencia de vida, sus anhelos, sus creencias, sus debilidades y sus
prejuicios. Aporta su historia personal. Aporta incluso parte de su propia
familia la cual, aunque no debiera influir en la pareja, puede llegar a hacerlo
a través del bagaje cultural y afectivo que ha plantado en cada cónyuge. La
tarea de lograr que cada uno “dej(e) ... a su padre y a su madre, y se
alleg(ue) a su [consorte], y [que] se(an) una sola carne”2 no está
exenta de dificultades y puede llevar toda una vida.
En segundo lugar, está el desafío de construir entre ambos
un nuevo mundo mejor que el heredado de sus padres. Este desafío implica hacer
del hogar “un pedazo de cielo en la tierra”. Pero ese pedazo tendrá dentro de él
hijos a quienes criar, trabajo arduo para ganar el sustento de la familia “con
el sudor del rostro”3, enfermedades, angustias y, algún día, la
separación momentánea que deviene cuando uno de los dos fallece.
Afortunadamente esas dificultades podrán enfrentarse con el gozo de amar y
sentirse amado; podrán sobrellevarse por los momentos felices y descansados que
se experimenten a lo largo de los años, por las pequeñas cosas que devendrán en
grandes por tener la mira puesta en la eternidad. La vida parece una
combinación azarosa de contrastes, pero es el resultado de un sabio plan
elaborado por una inteligencia infinitamente superior a la nuestra.
Es indudable que la vida matrimonial según el modelo divino
es la escuela que nos prepara la vida eterna y conlleva ̶ para los fieles al convenio
̶ promesas de “tronos, reinos, principados, potestades y dominios, toda altura
y toda profundidad... [de] exaltación y gloria en todas las cosas... y esta
gloria será una plenitud y continuación de las simientes por siempre jamás.
Entonces [ambos] serán dioses, porque no tendrán fin; por consiguiente,
existirán de eternidad en eternidad, porque continuarán; entonces estarán,
sobre todo, porque todas las cosas les estarán sujetas. Entonces serán dioses,
porque tendrán todo poder, y los ángeles estarán sujetos a ellos”4.
Una perspectiva eterna
El matrimonio ha sido instituido por Dios5 para
nuestro progreso eterno. A través de él podemos aprender los rudimentos de la
eternidad; constituye ̶ aquí en la tierra ̶ un modelo de la organización
celestial y es, en definitiva, el fundamento de la exaltación.
Cuando una pareja se une por tiempo y eternidad en la Casa
del Señor, un convenio tripartito se establece entre ambos y nuestro Padre
Celestial. De manera que, desde una perspectiva eterna, Dios se vuelve parte
integrante de ese matrimonio. Su voluntad debe ocupar un lugar preponderante en
los pensamientos, sentimientos, decisiones y actos de los cónyuges.
Cuando la vida conyugal se enfoca desde ese plano, nada puede
hacer tambalear el hogar. Las adversidades, las debilidades propias de nuestra
condición mortal, los problemas económicos, las persistentes tentaciones de un
“mundo entero [que] gime bajo el pecado y la obscuridad”6 ni ninguna
otra oposición podrán minar la estabilidad del amor que une a dos seres que se
prometieron fidelidad y protección mutuas por esta vida y para siempre. Cuánto
contrasta esta realidad con las circunstancias que rodean a quienes conciben el
matrimonio como una institución temporal, con un enfoque mundano, decretando de
antemano su extinción una vez que el brazo desgarrador de la muerte cercene la
vitalidad de uno de ellos.
La admiración mutua
El verdadero amor no enciende pasiones ni ejerce injusto
dominio. Antes, despierta la admiración por el ser amado; una admiración que
nace espontáneamente como fruto de encontrar en la otra persona la suma de las
cualidades extraordinarias que uno siempre buscó y finalmente encontró en ella.
Nada ni nadie (salvo Dios) debe ser más importante que nuestro cónyuge.
Por otro lado, las virtudes y el ejemplo de quien admiramos
fácilmente se incorporan a nuestro ser si cuentan, además, con el vínculo
ennoblecedor de un matrimonio bien avenido. Es así que se materializa el
mejoramiento mutuo. Cada uno hace del otro una mejor persona. Cada uno siente,
por su parte, que por tener la dicha de estar junto a su ser amado, desea
convertirse en una persona mejor.
La confianza mutua
La unidad de un matrimonio se sustenta en la confianza. No
debe existir en él cabida para los celos, la competencia, la deshonestidad o el
desprecio. Tampoco deberían existir razones para que esos sentimientos egoístas
afloren.
La confianza se extiende también sobre la potencialidad del
cónyuge. Cuando “confío” tengo la certeza de que él es capaz de superarse, de
aprender de sus errores y reconocerlos con humildad. En realidad, al existir
esa clase de confianza, ninguno de los dos disfraza su personalidad fingiendo
ser lo que no es. El amor, que “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera [y]
todo lo soporta”7 es capaz de aceptar los errores porque tiene la
certeza de que el ser amado obró lo mejor que pudo, aun cuando esos errores
duelan. Al fin y al cabo, quien aprende a amar no sólo desarrolla paciencia;
también aprende a sobrellevar el dolor infringido por su alma gemela sin
suscitar rencores.
El trato con dulzura
Cuando el trato entre esposos está caracterizado por la
dulzura, suavidad y deferencia; cuando el respeto y la cortesía dominan el
hablar, los gestos y la conducta; cuando las palabras edifican, consuelan y
fortalecen; cuando se palpa el amor en el trato cotidiano, con un interés
genuino en el otro que no esconde ningún egoísmo ni vanidad... cada instante se
vuelve una eternidad plena de felicidad. Nada compensa la falta de cordialidad
en el matrimonio. En cambio, el trato con amable hace llevaderos aún los
momentos más difíciles y cubre el corazón con paz y alivio. Siempre “la blanda
respuesta quita la ira”8, porque, así como “la inteligencia se allega
a la inteligencia; la sabiduría recibe a la sabiduría; la verdad abraza a la
verdad; la virtud ama a la virtud; la luz se allega a la luz [y] la
misericordia tiene compasión de la misericordia”9, el trato virtuoso
siempre se vuelve recíproco donde existe el amor.
La paciencia por encima de todo
Desde luego que se requiere desarrollar la paciencia como
una virtud presente a todo momento en la vida conyugal, pues nadie es perfecto.
“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable
misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia;
soportándoos los unos a los otros, y perdonándoos los unos a los otros si
alguno tuviere queja del otro; de la manera que Cristo os perdonó, así también
hacedlo vosotros.”10
Durante el enamoramiento, cuando el noviazgo es básicamente
“pasarla bien” sin enfrentar los problemas y rutinas cotidianas de un
matrimonio, o en los primeros tiempos del nuevo hogar que parecen perpetuar el
embeleso del cortejo, tal vez no se requiera tanto de esta cualidad cristiana
como cuando el cansancio de las tareas del hogar, la crianza de los hijos, los
problemas financieros y las demandas del trabajo hagan mella en la energía de
los cónyuges. En particular, el esposo debe ser muy paciente y comprensivo
cuando, atribulada por los compromisos que pesan sobre ella, su esposa deja de
ser momentáneamente la “princesa de sus sueños” y se convierte en la
“despeinada villana de la casa”. Después de todo, como acostumbraba a decir mi
adorable esposa, “el amor es cualidad del amante, no del amado”.
Siendo un equipo
Ello lleva a considerar el siguiente aspecto fundamental de
un matrimonio bien constituido: aunque las tareas y responsabilidades se
distribuyan entre ambos cónyuges, deben trabajar en equipo. “(E)n el Señor, ni
el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón”11, enseñó Pablo.
Trabajar en equipo es desterrar el “machismo”; es tener a cada uno asumiendo sus responsabilidades y ayudándose mutuamente en el cumplimiento de ellas. Cuando un hombre cambia los pañales de sus hijos, lava la vajilla y los pisos de la casa, tiende la cama o realiza cualquier otra tarea que tradicional y erróneamente se ha considerado propia de la mujer, con el afán de compartir la carga, no se degrada ni reduce su masculinidad; por el contrario, se eleva al sitial donde Dios desea que esté.
El gran desafío de los hogares modernos es la falta de la
mujer a su frente mientras el esposo procura el sustento necesario con su
trabajo. Siendo imprescindible, en muchos casos, que también la mujer
contribuya a los ingresos de la familia, el tiempo que compartan juntos (y con
sus hijos, si los tienen) debe resultar de óptima calidad espiritual y
emocional. ¿Cómo podría serlo si el esposo descansa mientras ella continúa trabajando
en el hogar?
Ser un equipo implica también trabajar en consenso,
considerando juntos los hechos y tomando las decisiones de común acuerdo. Es
llevar juntos las finanzas y manejar el dinero como recurso común. Es
fortalecer recíprocamente su autoridad ante los hijos. Es “esta(r) resueltos en
una sola voluntad y con un solo corazón, unidos en todas las cosas...”12
No existe el divorcio
Cuando me casé, nos propusimos luchar por nuestro matrimonio
jamás dándonos por vencidos. Sabíamos que, aunque nos sentíamos muy enamorados,
tendríamos nuestras diferencias, deberíamos armonizar nuestros caracteres y
aprender a convivir. Pasara lo que pasara, la palabra divorcio, siquiera el
pensamiento acerca de ese vocablo jamás ocuparía un lugar en nuestras mentes.
Admitir la eventualidad de recurrir a esa falsa salida sería admitir la
posibilidad de nuestro fracaso, la cual habíamos abolido al convenir con el
Señor en formar una familia eterna.
Si tuviéramos que enfrentar problemas ̶ y de hecho sí
tuvimos que enfrentarlos como cualquier otra pareja ̶ buscaríamos cualquier
camino para encontrar la solución menos la de caer en el engaño del divorcio.
El resultado fue que siempre encontrábamos una conclusión honorable para todo
diferendo. Siempre repetíamos la frase de Napoleón que reza: “Es segura la
derrota de quien teme ser vencido”. Si en algo jamás seríamos derrotados, ello
sería en forjar una unidad eterna.
El ahorro espiritual
Si la vida estuviera exenta de adversidades y pruebas no
tendría el poder de prepararnos para un destino eterno. Se requiere de
fortaleza espiritual y emocional para enfrentar las dificultades. Es necesario
edificar “sobre la roca”13 para resistir los vientos y tempestades.
Si, por otro lado, como dijimos antes, Dios forma parte de nuestro convenio
matrimonial, ¿no será imprescindible incorporarle diariamente a través de la
oración, las Escrituras y las actividades espirituales? De esa manera fue
pudimos generar un ahorro espiritual que nos dio combustible para luchar y
salir airosos cuando las circunstancias lo requirieron.
Alguien dijo una vez: “Atesora tus momentos de paz, ya que
te darán fuerza en tus momentos de tribulación”. Poder sobrellevar el Getsemaní14
que nos corresponda no es el resultado de una súbita erupción de fe ni de una
milagrosa respuesta a una solitaria oración elevada en medio de nuestra
desesperación. Sólo si estamos preparados de antemano, no hemos de temer.15
Es difícil describir la mezcla de alegrías y
desvelos, anhelos y preocupaciones, alivios y fatigas, felicidades y angustias
que la crianza de hijos puede traer a la vida de los padres. Ninguna otra
experiencia se le puede comparar. Ser copartícipes del poder de la procreación
y depositar en ellos el amor que crece en el corazón desde que se sabe de su
gestación, constituye uno de los motivos de mayor felicidad que un matrimonio
pueda tener. Ciertamente los hijos los da Dios, aunque, ciertamente, algunas
parejas no son bendecidos con ese poder.
En nuestro caso fuimos bendecidos con tres hijas que amamos
y nos aman. Tener hijos puede ser una gran fuerza amalgamadora del matrimonio.
Le da unidad, acrecienta su propósito, eleva su mira, ensancha la comprensión
del plan divino, ofrece la oportunidad de desarrollar nuevas dimensiones en el
amor. Es inconcebible que existan parejas que los eviten pudiendo tenerlos.
Aunque es una decisión de la pareja en el sentido de que no corresponde que otros
opinen “de afuera” al respecto, no menos cierto es que esa decisión debiera
concertarse siempre con el Señor.
La administración del tiempo
Uno de los mayores desafíos de todo matrimonio es
administrar el tiempo de forma que se fortalezcan los lazos de unidad sin que
ello vaya en detrimento de la salvación temporal ni los intereses personales de
cada cónyuge.
Como sea que una pareja distribuya su tiempo entre el
trabajo, el ocio, el descanso y el cuidado de los hijos, debe reservarse un
tiempo para los dos. Un tiempo de calidad donde la comunicación entre ambos y
con Dios se afiance y enriquezca la experiencia marital.
El mundo de hoy hace demasiado hincapié en la importancia de ciertos aspectos temporales del matrimonio que van decayendo con el tiempo como consecuencia natural del envejecimiento. Poca atención le es dispensada, sin embargo, al amor más profundo,aquél que une dos almas más allá de las enfermedades, la distancia y la vejez. Esa clase de amor, que antes que decaer con los años se fortalece y vuelve más intenso, requiere de tiempo y experiencias enriquecedoras para florecer y sobrepujar los efectos inexorables del paso de los años. Saber vivir los tiempos, cada uno en su sazón, es fundamental para que el gozo de formar una unión para las eternidades se viva plenamente durante toda la estancia terrenal.
El servicio en la
Iglesia
Desde ese punto de
vista, el tiempo de servicio en la Iglesia debe enfocarse como un cimiento de
esa unidad y no un dispendio improductivo. Al confiar en el Señor y sus
llamamientos, la pareja crece en estatura espiritual mientras sirve y aprende
que dando de sí se recibe más que retaceando los dones que Dios les ha
dispensado.
Desde luego que el
servicio en la Iglesia podrá significar sacrificios, especialmente para la
esposa que, en ocasiones, deberá compartir parte de su esposo con su trabajo en
la obra del Señor. Pero “por sacrificios se dan bendiciones”16. Se
debe ser prudente al respecto y confiar en que el servicio en la Iglesia viene
como un “llamado [de] Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos
que tienen la autoridad, a fin de que [se] pueda predicar el evangelio y
administrar sus ordenanzas”17.
La libertad
individual
A pesar de la unidad que
debe reinar en el matrimonio, los esposos no deben perder su libertad
individual. Más allá del albedrío que les fuera otorgado dentro del Plan de
Salvación, cada uno debe sentir que es un ser individual, con sus tiempos y con
sus intereses propios, con su espacio particular donde reencontrarse consigo
mismo. El vínculo matrimonial no debe anular o palidecer la singularidad que
cada uno de nosotros posee. Por el contrario, se la debe cuidar y proteger para
regocijo del ser amado.
Una frase popular expone
de manera concisa este concepto: “Si amas a alguien, déjale ir. Si vuelve a ti,
te pertenece. Si no, nunca fue tuyo.”
Ninguno de los cónyuges
debe ser posesivo en grado alguno. Sólo entonces la entrega mutua alcanza un
valor celestial.
Habría muchas cosas
más para compartir. Se podrían escribir innumerables libros sobre el
matrimonio. Las Escrituras abundan en consejos del Señor para quienes buscan el
éxito en el matrimonio, sobre todo para quienes tienen presente la declaración
del presidente David O. McKay: “Ningún éxito en la vida compensa el fracaso en
el hogar”18.
1) Doctrina y Convenios
131:1-3
2) Génesis 2: 24
3) Génesis 3:19
4) Doctrina y Convenios
132:19-20
5) Génesis 1:28 ;
Doctrina y Convenios 49:15
6) Doctrina y Convenios
84:53
7) 1 Corintios 13:7
8) Proverbios 15:1
9) Doctrina y Convenios
88:40
10) Colosenses 3:12-13
11) 1 Corintios 11:11
12) 2 Nefi 1:21
13) Véase Lucas 6:47-49
14) Véase “Nuestro Propio Getsemaní”
15) Véase Doctrina y Convenios 38:30
16) Himnos de Sión No. 15, “Loor al Profeta”
17) Ver Artículo de Fe 5
18) David O. McKay, Conference Report, abril de 1964
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