LA INTEGRIDAD PERSONAL
La conversión de Felipe en discípulo del Señor
llevó a aquél a buscar
su amigo Natanael y compartir su hallazgo
con él. Al principio incrédulo, Natanael fue convencido
por
Felipe de ir hasta el Maestro y ver por sí mismo.
“Jesús vi(endo)
a Natanael que se le acercaba ... dijo de él:
He aquí un verdadero israelita,
en quien no hay engaño.”2
El reconocimiento que el Salvador hizo
del carácter probo de Natanael refleja
la importancia que daba a la integridad personal. Cuando
en los primeros tiempos
de la Restauración el Señor llamó
a Edward Partridge como
primer obispo de Su Iglesia, volvió a recordar la integridad de aquel discípulo amigo
de Felipe al decir:
“...he llamado a mi siervo Edward
Partridge; y doy el mandamiento de que sea nombrado
por la voz de la iglesia y
que sea ordenado obispo de la iglesia …para dedicar todo su
tiempo al servicio de la iglesia;
“para encargarse de todas
las cosas que en mis leyes se le
designaren, el día en que
yo las dé.
“Y esto
porque su corazón es puro delante de mí,
porque es semejante a Natanael
de la
antigüedad,
en quien no hay engaño.”3
La integridad
ha sido desde siempre el rasgo distintivo
de los verdaderos discípulos del
Señor. Él mismo ha manifestado Su amor por las
personas con integridad de corazón.4 Las Escrituras testifican que “el
que en integridad camina será salvo”5.
Entonces, ¿en qué consiste la
integridad?
El término se
origina del latín integritas que
sugiere la idea de algo
que ha permanecido intacto,
que ha conservado su unidad,
su pureza original. Referido a una persona, la integridad tiene que ver con la forma
en que vive sus creencias y el grado
en que aplica, en su diario quehacer, los valores que profesa.
En un sentido
cristiano, la integridad se compone de cualidades
de carácter y conducta que tienen en Jesús su máxima expresión. Así, la integridad es rectitud y honradez,
pureza y lealtad a Dios, teniendo la justicia por fundamento y el amor por razón de ser. Es veracidad
en el hablar, sinceridad en el proceder, mansedumbre en el espíritu
y misericordia.
Existe, sin embargo,
otro componente imprescindible
que caracteriza la integridad personal. Ese componente es la firmeza necesaria para que la persona
se mantenga adherida a sus convicciones (sus creencias y
su sistema de valores) a pesar de las circunstancias que le rodeen.
Esta firmeza implica compromiso con la causa,
pero también con uno mismo,
puesto que quien pierde su integridad
se traiciona a sí mismo.
La persona íntegra aparenta lo que
es y es lo que aparenta. El élder Charles W. Nibley cuenta una anécdota ejemplar
del Presidente Joseph
F. Smith cuando éste era aún un joven de 19 años. Habiendo terminado su misión en las islas de Hawaii, el joven estaba
regresando a su hogar formando parte de una
caravana que se dirigía al valle de Lago
Salado.
“En el sur de California,
poco después de haber
recorrido una corta distancia, la pequeña
caravana de carromatos se detuvo
para acampar; de pronto,
varios pendencieros
antimormones llegaron al campamento montados
a caballo, maldiciendo,
blasfemando y amenazando lo que iban a hacer con los
‘mormones’. Joseph F. se
hallaba a corta distancia
del campamento recogiendo leña para la
fogata y advirtió que los pocos miembros de su
propio grupo habían ido cautelosamente
a esconderse entre
la hierba cerca del arroyo.
Cuando vio eso... le vino
a la mente el pensamiento: ‘¿Será
conveniente que huya de esos
hombres? ¿Por qué he de tenerles
miedo?’ Y
así, se dirigió con los brazos cargados de leña hacia la fogata, donde uno de los matones,
todavía la pistola en la
mano, maldiciendo a gritos a los «mormones», le preguntó a Joseph F. con voz de trueno:
“‘¿Eres tú mormón?’”
“La respuesta fue directa: ‘Sí, señor; de pies a cabeza, totalmente’. “El rufián le agarró la mano y le dijo:
“‘Y bien, eres el (palabrota) más agradable que he conocido. Venga esa mano, joven. Me alegro de ver a un hombre que defiende sus convicciones’ ”6
El joven
Joseph F. Smith poseía integridad personal.
Años más tarde escribiría:
“... debemos ser fieles a la fe...
Debemos ser fieles
a nuestros convenios, fieles
a nuestro Dios, fieles los unos
a los otros y a los intereses de Sión, no importa
cuáles sean las consecuencias, no importa cuál sea
el resultado... La persona que
se conserva dentro
del reino de Dios, que es
fiel a este pueblo, que se
conserva pura y sin
mancha del mundo es a quien
Dios aceptará, apoyará y
sostendrá, y será quien prosperará en la tierra, ya sea
que esté disfrutando de su
libertad o que se encuentre
encerrada en la celda
de una cárcel; no importa dónde
esté, le irá bien.”7
Esto mismo entendía José, el
hijo de Jacob
que fue vendido a Egipto por sus hermanos. Estando
al servicio de Potifar, oficial
de Faraón, capitán de los de la guardia, la esposa de su amo puso sus ojos en él y le dijo:
Acuéstate conmigo. José sabía que,
de ceder a los ruegos de
aquella mujer, obraría un gran mal y
pecaría contra Dios. Por otro lado, era lógico suponer que
rechazarla podría acarrearle trágicas
consecuencias, como de hecho ocurrió.
José resolvió apegarse a la virtud y como consecuencia de ello, tuvo que pasar largos años en la cárcel.8 Estando preso ni siquiera se cuestionó por haber procedido como lo hizo ni abrigó en su pecho rencor al comprender que su desgracia era consecuencia de su firmeza en permanecer leal a sus convicciones. Antes bien, conservó su integridad personal.
Otro caso notable es el de Daniel
durante su cautiverio en la
corte del rey de Babilonia.
Luego de la caída de Judá, Nabucodonosor resolvió tomar
“de los hijos
de Israel, y del
linaje real y de los príncipes, (a) muchachos en
quienes no hubiese
defecto alguno, y de buen
parecer, y aptos para toda sabiduría, y sabios en ciencia,
y de buen entendimiento e idóneos
para estar en el palacio del rey; y que (se) les enseñase
las letras y la lengua
de los caldeos.” La vida en la corte del rey babilonio
prometía ser auspiciosa, pues estos
jóvenes podrían
integrarse a la cultura
de la nobleza del país y
disfrutar de aceptación
y éxito entre la clase dirigente. Ello implicaba que los
jóvenes aceptaran e incorporaran en su
conducta costumbres y procederes
que no condecían con los mandamientos
del Dios de Israel.
“Y Daniel se propuso en su corazón no contaminarse con la ración de la comida del rey ni con el vino que él bebía; pidió, por tanto, al jefe de los eunucos que no se le obligara a contaminarse.”9
De hecho, con su determinación,
Daniel ponía en riesgo su seguridad
personal y el futuro promisorio que había dispuesto
el rey para él. Así y todo, él sabía cuál
era la voluntad divina y no dudó
en obedecerla. Antes bien, conservó su integridad personal.
Para
quienes se esfuerzan por conservar su integridad las
promesas son contundentes.
“Porque sol y escudo es Jehová Dios; gracia y gloria dará Jehová. No quitará el
bien a los que en
integridad andan.
Oh, Jehová de los ejércitos, bienaventurado el
hombre que en ti
confía.”10
La presión que recibimos del mundo es fuerte
y se acrecienta día a día. Aunque
mantenerse fiel no signifique padecer
consecuencias funestas como las
que tuvieron que pasar los santos
de antaño, las oportunidades de poner a prueba nuestra
integridad se suceden a diario con una
frecuencia alarmante. Las diversas formas de
entretenimiento disponibles, la cultura
mundana que nos rodea, el afán consumista que
pulula en las sociedades modernas y el sistemático ataque a los
valores cristianos buscan socavar
los cimientos de virtud
que aún subsisten
en medio del caos reinante.
Desde el refugio de nuestra
espiritualidad debemos
fortalecer diariamente nuestra
determinación de seguir
al Señor, aún en los mínimos
detalles. ¿Tenemos el valor de cambiar
de canal si lo que están pasando no es virtuoso?
¿Damos testimonio a quienes
nos rodean de nuestro apego a la vida cristiana? ¿Eludimos los lugares donde se dan cita quienes conciben la diversión como un pretexto
para trasgredir?
¿Nos esforzamos por trasuntar nuestras convicciones a través de nuestra forma de hablar, vestir y conducirnos en público?
¿Qué metas tenemos? ¿Cuáles son nuestros
modelos? ¿En qué invertimos nuestro
tiempo? Alguien ha dicho sabiamente que es imposible caminar entre
el barro sin ensuciarnos las botas.
Al transitar por
este mundo, ¿nos esforzamos por evitar que el barro
nos contamine aun en un mínimo grado?
Indudablemente el progreso personal es gradual. Cometemos errores y estamos
lejos de la perfección. Ser íntegro requiere también del
valor necesario para reconocer
nuestras debilidades y trabajar empeñosamente para superarlas.
En la medida que escuchemos
los susurros del Espíritu Santo —que está para guiarnos
por la vida— y sigamos los consejos inspirados de las Escrituras y de nuestros
líderes, podremos
ir afianzando nuestra integridad personal al punto de poder decir como Job:
” Vive Dios... que todo el tiempo que mi aliento esté en mí y haya espíritu de Dios en mis narices, mis labios no hablarán iniquidad ni mi lengua pronunciará engaño...; hasta
que muera, no quitaré de mí
mi integridad. A mi justicia
me aferro y no la cederé;
no me reprochará mi corazón
mientras viva.”11
1) Véase Juan 15:16
2) Juan 1:47
3) Doctrina y Convenios 41:9-11 (cursiva agregada)
4) Véase 1 Reyes 9:4, Doctrina
y Convenios 124:15, 20
5) Proverbio 28:18
6) Charles
W. Nibley, “Reminiscences”, en Gospel Doctrine, quinta
edición, 1939, pág. 518
7) Gospel
Doctrine, pág. 257
8) Véase Génesis 39
9) Daniel
1:8
10) Salmo 84:11-12 (cursiva agregada)
11) Job 27:2-6 (cursiva agregada
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