UNA PLAGA ARROLLADORA

Sucedió imprevistamente. De la noche a la mañana. Su efecto se esparció por el mundo como reguero de pólvora. Era como un azote imparable.

Las personas pasaban a percibir una imagen monocromática del mundo que les rodeaba. Unos en diversas tonalidades de grises. Otros en tonalidades de rojo. Los había quienes veían su entorno en matices de verde. Y así sucesivamente.

La anomalía se presentaba literalmente en un abrir y cerrar de ojos. No reconocía geografía, ni raza, ni género. Se extendía según un leve patrón geográfico, predominando un color sobre otro según la zona en cuestión.

En poco más de unas semanas, el fenómeno se había universalizado. Su origen permaneció desconocido, a pesar de los esfuerzos implementados para descubrir sus causas y encontrar una posible cura.

La situación cambió la vida alrededor del planeta. Todo lo que resultaba asociado al uso de los diversos colores del espectro dejó de tener utilidad. Las señalizaciones, los códigos de seguridad, su aplicación al arte, al marketing, etc. El uso de los colores había perdido su valor comunicativo.

Poco a poco la humanidad fue asimilando la situación. Pasaron meses… años, y las gentes se fueron reagrupando en comunidades unidas por su percepción cromática en común. Las ciudades se fueron repoblando de acuerdo con el color preferente de cada lugar. Paulatinamente del caos fue emergiendo un nuevo orden.

De alguna manera la diferencia de percepción cromática se fue imponiendo como un marcador entre las personas. Fue desarrollando en ellas un sentido de pertenencia a una clase en particular, al punto de crear distanciamientos entre los grupos de personas que resultaron de esa “plaga arrolladora”, como la dieron en llamar.

Eso fue lo peor de la plaga arrolladora. Dividió a la gente. De una manera difícil de concebir, el mero hecho de ver distinto creó no sólo confusión, sino distanciamientos, roces, discriminación y finalmente, intolerancia. Esa intolerancia se manifestó de múltiples formas, siendo la violenta la más repudiable y, no por ello, la menos frecuente.

Pasaron muchas décadas. Las sucesivas generaciones nacían con la plaga arrolladora incorporada. No sólo veían monocromáticamente. Pensaban, creían y actuaban “monocromáticamente”. Para ellas, pertenecer al grupo verde, rojo, gris u otro cualquiera no tenía un significado asociado a la capacidad de percibir colores. Los colores ya no tenían significado pues nadie podía conocer más de un color. Por tanto, era como si no conociesen ninguno. Se pertenecía a tal o cual grupo por nacimiento, por tradición y por convicción.

La historia del origen de esa división se fue desdibujando con el tiempo. La plaga dejó de ser llamada como tal, para convertirse en el orden natural del Universo. Lo que hoy importa pasa por si el otro es o no diferente. Porque si es diferente no es confiable. No se le puede amar. No se puede ser su amigo.

En este estado de las cosas, un ignoto investigador que aún se preocupaba por descubrir las causas de la plaga arrolladora y cómo revertirla, acertó accidentalmente a encontrar la razón de sus afanes. Logró crear un antídoto que revertía la condición de monocromatismo, devolviendo al paciente la capacidad de ver los colores.

Un grupo de personas se asoció a la causa de aquel investigador. Sometiéndose a su tratamiento, logró convertirse en el primer grupo de seres humanos capaces de volver a percibir el mundo tal cual es. El primer grupo en reencontrarse con la realidad objetiva, con las cosas como realmente han sido, son y serán por siempre.

El descubrimiento causó grandes esperanzas en los que lo conocían. El orden perdido podría restablecerse a pesar de los grandes cambios ocurridos. A pesar de su imperfección, aquel viejo orden unía al hombre con la Naturaleza de una manera inigualable y le devolvía el sentido al ser humano, aquel orden multicolor, podía renacer.

Una gran obra de difusión del descubrimiento y sus deseables consecuencias comenzó a propalarse entre las personas, sólo para darse de frente con la mentalidad cerrada de la gran mayoría. Durante generaciones se había perdido el conocimiento de los colores y ya casi nadie creía en su existencia. No había forma de transmitir lo que se sentía al percibir la variedad cromática del mundo. Era una experiencia personal, intransferible, y la gran mayoría se negaba a admitir la posibilidad de cambiar su percepción de la realidad.

Fuimos perseguidos. Perdimos a muchos de nuestros compañeros. Debimos resignarnos a buscar a quienes tuvieran la disposición de creer en la posibilidad del cambio. Tuvimos que ser cautelosos y aceptar que nunca dejásemos de ser un grupo más en el abanico de la diversidad. Pero conocíamos los colores. No podíamos negarlos, aunque el resto del mundo los negara. Éramos felices por causa de nuestra condición. Sólo deseábamos compartir esa felicidad.

La vida tiene muchos colores. Experimentamos alegrías y tristezas, placeres y dolores, triunfos y fracasos. Experimentamos la fatiga y el reposo, el reconocimiento y la discriminación. Pero podemos disfrutar de poder percibir todos los colores y elegir los que más nos gusten. Conocemos más y nos comprometemos más en trabajar por dar a conocer lo que sabemos. Somos hombre y mujeres libres de la plaga arrolladora.

Verdaderamente tenemos el don de la libertad.

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