EL HONOR QUE VIENE DE DIOS

Cuando la cultura del Caos llega a manifestarse por encima de la cultura del Bien, ciertamente somos testigos de un deterioro cultural de la sociedad.

Por lo general -y así nos lo muestra la Historia- ese deterioro cultural no acontece de forma súbita, sino que se va instalando gradual e imperceptiblemente, como acontece en el conocido relato de la rana que se cuece en la olla sin darse cuenta a medida que la temperatura del agua va elevándose lentamente.

A nivel social ese proceso puede llevar años, décadas. A nivel individual, podemos irnos acostumbrando a la rutina del cambio de valores hasta tornar lo impensable -que cambiemos nuestra forma de obrar y juzgar- en una realidad cotidiana con la que vivimos insensiblemente.

Si nos descuidamos, los seres humanos llegamos a ser muy manipulables. Nuestra necesidad de pertenencia puede llevarnos a buscar la aceptación social antes que la divina.

Es por ello que necesitamos muñirnos de mecanismos de autodefensa y crecimiento personal que nos hagan inmunes a la prédica de corrientes filosóficas disolventes.

En esto radica la necesidad de que ciñamos nuestras vidas a los mandamientos de Dios tal cual se nos han revelado desde tiempos remotos a través de Sus mensajeros especiales.

Esta afirmación podrá parecer desencajada respecto de los tiempos en que vivimos. Ciertamente muchos "profetas de lo profano" no ahorrarán en críticas y adjetivaciones peyorativas al leer esta declaración.

Pero "los mandamientos" no fueron dados para esclavizarnos ni para satisfacer el ego de un Ser que se complace en ejercer Su omnipotencia de forma cruel e injusta. Los mandamientos más que limitarnos ensanchan nuestra perspectiva de la vida, permitiéndonos enfrentar esas manipulaciones que pretenden cocernos a fuego lento, y ayudándonos a superar esos temores de quedar desterrados de la corriente popular.

Al contrario de lo que se sostiene comúnmente, los preceptos de nuestra cristiandad fortalecen nuestro albedrío y nos sujetan a la estabilidad que demanda la felicidad para realizarse.

Así lo enseñó el Maestro cuando dijo:

"A cualquiera, pues, que me oye estas palabras y las hace, le compararé a un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca.

" Y descendió la lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos y azotaron aquella casa; pero no cayó, porque estaba fundada sobre la roca."1

El estar fundado sobre la Roca presupone vivir de tal manera que nuestros actos cotidianos, por más simples que resulten, estén alineados con las enseñanzas de Cristo, sin importar cuánto los sabios y filósofos de este mundo las rechacen.

Después de todo, cabe preguntarnos a qué aspiramos: a los honores que los hombres puedan dispensarnos o al que viene de Aquél que está por encima de todos los hombres.

 

(1) Mateo 7: 24-25 

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