LA CONTENCIÓN

Es grande la tentación de escribir sobre los males del mundo. Sobre la creciente ola de cambios destructivos que asolan nuestras sociedades. Sobre la globalización de la violencia, el desamor y la injusticia. Sobre las reflexiones que merece el constatar que esa violencia, ese desamor y esa injusticia siempre han pululado en la historia, sólo que ahora, de manera más extendida, más profunda, más mediatizada.

Pero no lograríamos más que contaminarnos del hollín del mundo y correr el riesgo de entrar en depresión.

Es grande la tentación de polemizar con la pléyade de ideas y filosofías que han existido, existen y existirán, pretendiendo ser la Verdad y que pujan por conquistar nuestra voluntad.

Pero resulta que hasta ahora todos esos caminos han probado ser inconducentes, puesto que ni siquiera les ha sido posible alcanzar consensos básicos respecto a la Verdad.

Pablo creyó que polemizando con los griegos y usando su metodología filosófica para la búsqueda de la Verdad, podría mostrarle el camino cierto a la felicidad dándoles a conocer dónde encontrar al que llamaban el "Dios Desconocido".

Fracasó. Aprendió -y nosotros también deberíamos hacerlo- que esa empresa es imposible. Su experiencia debiera ser significativa para nosotros.

En su epístola a los Corintios, escribió:

"Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría.

"Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.”1

Es inútil polemizar con quienes creen en sus propias ideas con la misma intensidad que nosotros creemos en Dios; que hacen de sus postulados una religión, aunque más no sea para negar la Divinidad, enseñar falacias o ejercer injusto dominio sobre sus semejantes.

Nosotros, pues, hemos de declarar tan sólo lo que "los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”.2

El espíritu de la Iglesia es el de la no contención.3

El Articulo de Fe 11 establece claramente que "reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo que deseen."

Por lo tanto, cada quien tiene el derecho de elegir si cree en Dios o no; si sigue Sus preceptos o no.

Nosotros no juzgamos ni perseguimos personas; pero tenemos el derecho a discernir conductas a la luz de las Sagradas Escrituras.

Debemos tener firmeza en la defensa de nuestras creencias; pero nuestro accionar debe ser "por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro, lo cual engrandecerá en gran manera el alma sin hipocresía y sin malicia;

reprendiendo en el momento oportuno con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo”.4

 

(1) 1 Co 2:1-2

(2) 1 Pedro 1:21

(3) 3 Nefi 11:29-30

(4) Doctrina y Convenios 121:41-43 

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