EL HOMBRE SIN DIOS
Seguramente, para muchos, la mayor expresión de libertad personal es la de romper sus ataduras con Dios, renegando del compromiso moral que implica la fe en un Ser superior, autor de la vida y del universo que la contiene.
El ser humano que se coloca en el centro del mundo, que está
convencido de su superioridad intelectual, y encuentra en el imperio de los
sentidos o de la razón el fin último de su existencia, paga con su soledad la
indefensión que lo abraza ante la muerte, la ignorancia y la adversidad que
acompañan sus días sobre la tierra.
"Nacemos solos, vivimos solos y morimos solos",
dirá su soberbia, como si esa falacia fuera su único escudo con el que
intentará proteger su corazón del desconsuelo, hasta el último de sus días.
Si bien algunos hombres sin Dios pueden llegar a disfrutar
del poder, placeres o riquezas materiales de este mundo, inexorablemente irán
acumulando con el correr del tiempo, de a sorbos o en tragos largos, los
sinsabores del vacío que la inevitable muerte provoca en el alma. Sinsabores
que no podrá contrarrestar con la fe de los creyentes.
No importa quiénes hayamos sido, qué hayamos hecho, qué
tanto hayamos alcanzado de nuestros sueños, cuáles hayan sido nuestras
victorias y derrotas, todos entregaremos nuestros cuerpos a la tumba que no
reconoce distinción alguna entre los seres humanos. Tarde o temprano, ni
siquiera quedará recuerdo de nuestro paso por esta existencia terrenal.
Con esta perspectiva de la vida, despojada de propósitos
trascendentes, huérfana de un referencial que oriente su derrotero hacia la
verdad -una fuerza que realmente lo suelte de sus ataduras y lo eleve hacia un
orden superior-, ¿es de extrañar que ese "hombre liberado" sea
realmente esclavo de sus debilidades, siervo de amos que no conoce pero que
mueven astutamente los hilos de su voluntad y, cual planta rodadora del
desierto, sea " llevad(o) por doquiera de todo viento de doctrina"?
El hombre sin Dios se cree autosuficiente pero, en realidad,
tiene su autoestima por el suelo. Porque necesita aferrarse a algo exterior que
lo gobierne; porque no se basta por sí mismo, aunque deje un tendal de miseria
a su paso.
Ese algo puede ser desde el ejercicio injusto de poder sobre
su prójimo hasta el convertirse en una oveja más de un rebaño del cual
desconoce su destino, pero cree sentirse en él seguro.
La intolerancia puede convertirse en su forma de desahogo.
Al fin y al cabo, en esa actitud el hombre sin Dios encuentra una confirmación
de su asumida supremacía; al tiempo que disipa todo cuestionamiento que pueda
hacerse, a sí mismo, acerca de su propia incredulidad.
No le basta sentirse "libre". Le molesta la
felicidad del otro que cree. Le molesta que aquél manifieste sus convicciones y
ilumine la vida de otros que anden desorientados.
Puede que ridiculice al creyente o -en el mejor de los
casos- sostenga que no es políticamente correcto mezclar las creencias
religiosas con la vida social.
¿Es posible vivir sin Dios y, al mismo tiempo, practicar la
caridad, la bondad y el hacer el bien a los demás? Sí, lo es.
A decir verdad, quien procede de esa forma no vive realmente
sin Dios; sino que, siguiendo el impulso de un corazón noble, sirve a Dios aun
sin conocerle.
¿Es posible que, en nombre de Dios, alguno practique
arbitrariedades, injusticias o maldades?
Vaya si es posible. La historia humana está repleta de
atrocidades provocadas por el fanatismo religioso y un supuesto
"servicio" a Dios.
Pero lo que debe entenderse es que quienes han sido
protagonistas de semejantes bajezas, no albergaban en su corazón a Dios, sino
la imagen de un ídolo inerte, al servicio del cual justificaban sus barbaries.
En la realidad, nunca fueron hombres de Dios.
Todo lo bueno viene de Dios. Los hombres de Dios, no importa
el nombre de su credo, siguen la admonición de Pedro:
"Y finalmente, sed todos de un mismo sentir,
compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables;
no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino
por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que
heredaseis bendición.
Porque: el que quiere amar la vida, y ver días buenos,
refrene su lengua de mal, y sus labios no hablen engaño;
apártese del mal, y haga el bien; busque la paz, y sígala.
Porque los ojos del Señor están sobre los justos, y sus
oídos atentos a sus oraciones; pero el rostro del Señor está contra aquellos
que hacen el mal."(*)
El día que el hombre sin Dios se avenga a seguir la
exhortación de Pedro, aun aferrándose a su incredulidad, se convertirá en tan
sólo un hombre a secas, pero un hombre cabal y bienhechor, una bendición para
sus congéneres.
(*) 1Pedro 3: 8-12
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