¿FANÁTICO O CONVERSO?

Recientemente fui sorprendido con la pregunta: ¿Eres tú fanático?

Quien me hacía esa pegunta era una persona amable que en ningún momento tenía la intención de ofenderme. Por el contrario, se trataba de una persona que es miembro fiel de la Iglesia.

En otro caso alguien llegó a decirme que existía cierto dejo de “fanático” en algunas de mis opiniones. El comentario también me sorprendió y aunque afortunadamente se ha tratado de dos casos aislados (que yo sepa), no por ello ha dejado de llevarme a reflexionar sobre una posible respuesta a semejantes planteos.

Antes de compartir algunas de mis consideraciones al respecto, deseo aclarar que me siento un miembro común de la Iglesia, habiendo sido bendecido con un testimonio de la veracidad del Evangelio Restaurado por la gracia de nuestro Señor Jesucristo. No pretendo ponerme de ejemplo ni asumir una actitud arrogante. Trataré pues, de aproximarme a la cuestión desde un punto de vista objetivo, recurriendo a las Escrituras que son nuestra fuente de verdad.

Indudablemente el término fanático tiene un significado peyorativo. Más particularmente, la Real Academia Española define a un fanático como una persona “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”, en tanto que, como adjetivo, el vocablo significa “preocupado o entusiasmado ciegamente por algo”.

En su naturaleza, el fanatismo se opone a la tolerancia, al diálogo y a la aceptación esencial de que todo ser humano está dotado de la libertad de escoger sus propias opiniones, creencias y conducta, siempre que ello no derive en perjuicio para la convivencia pacífica con sus congéneres. El fanatismo no conoce del respeto hacia el prójimo; le toma por enemigo si piensa distinto, y cree que la discrepancia es un ataque hostil hacia sus creencias que debe ser reprimido.

Nada está más alejado del fanatismo que la doctrina del Evangelio Restaurado. Todo Santo de los Últimos Días, en la medida en que viva en armonía elemental con los principios que profesa, debiera rehuir de toda actitud fanática, pues ello es contrario a la voluntad divina.

El Artículo de Fe 11 establece: “Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo que deseen.” ¿Existe una declaración más abierta, comprensiva y respetuosa que ésta? Ciertamente no.

Esta declaración propone una actitud inteligente, racional (no ciega) y benevolente; una actitud que no pretende imponerse sobre los demás, sino que, con un corazón cristiano, se regocija en defender el derecho del prójimo a tener su propia forma de pensar. (Naturalmente, ello no obsta para que un Santo de los Últimos Días sienta el deseo ardiente de compartir su testimonio con el prójimo, siempre y cuando éste le ofrezca la oportunidad de escucharlo.)

El uso vulgar de las palabras suele tergiversar su verdadero significado. Cabría preguntarse entonces: ¿qué se quiere expresar al asociar el término “fanático” al concepto de “vivir conforme a lo que profesa creer”? En el contexto mundano, pareciera que cuánto más ciñe una persona su vida a sus creencias, para algunos, tanto más fanático es de las mismas.

Sin embargo, el ser una persona “recta, proba, intachable”1, apegada a sus credos, constituye una virtud; quien de esa manera procede es una persona íntegra, no una persona fanática.

El Señor sabe que somos criaturas imperfectas; que más allá de proponernos vivir sin cometer errores, hemos de tropezar por nuestra naturaleza y, por tanto, tendremos necesidad de arrepentirnos. Al arrepentirnos sinceramente y renovar nuestros convenios a través de los Sacramentos, nos reconciliamos con nuestro Padre mediante el Sacrificio Expiatorio de Su Hijo.

Ello no invalida que “el Señor, no pued(a) considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia”2. Luego, si hemos de agradar a Dios, nuestras palabras, nuestros pensamientos y nuestros actos3 deben tener “la mira puesta únicamente en la gloria de Dios”4.

En una de sus epístolas a los Tesalonicenses, Pablo expresa:

“Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, que de la manera que fuisteis enseñados por nosotros de cómo os conviene andar y agradar a Dios, abundéis más y más.

“Porque ya sabéis qué mandamientos os dimos de parte del Señor Jesús.

“Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación...

“Porque no nos ha llamado Dios a impureza, sino a santificación.”5

Ésta es la clave que debe pautar nuestra conducta: santificarnos ante el Señor. Por ende, no debe interpretarse (ni aun ingenuamente insinuarse) que quien se rige por esta pauta adopta una postura de fanatismo, ni nada que se le parezca.

Por el contrario, la invitación es a mantenernos firmes y constantes en el cometido de observar los mandamientos de Dios. A Timoteo, su hijo en la fe, el apóstol Pablo advirtió:

“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oigan.”6

Si aspiramos al reino celestial, tengamos en cuenta que debemos perseverar en el cumplimiento de la palabra del Señor. Aunque nos lleve toda la vida (y quizá más aún) lograr el derecho a morar en Su presencia, debemos esforzarnos por ceñirnos a Su voluntad sin concesiones, sin medias tintas, sin claudicaciones. Aunque nos resulte difícil hacerlo, al menos ése debe ser nuestro propósito.

“Y nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, y el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin.”7

De manera que es menester que persistamos en convertirnos en una nueva criatura que, abandonando su mundanidad, se santifique hasta que su único deseo sea cumplir los mandamientos en todas las cosas. En esto consiste la conversión.

Según palabras del Élder Marion G. Romney, “para uno que está totalmente convertido, el deseo de hacer cosas [contrarias] al evangelio de Jesucristo ha muerto, y en su lugar nace un amor a Dios con la firme e imperante determinación de guardar Sus mandamientos”8.

El Élder David A. Bednar ha expuesto el proceso de conversión de esta forma:

“La conversión es una expansión, una profundización y una ampliación de la estructura básica del testimonio. Es el resultado de la revelación de Dios, acompañado del arrepentimiento, de la obediencia y de la diligencia personales. Cualquier persona que sinceramente busque la verdad puede llegar a convertirse al experimentar el gran cambio en el corazón y al nacer espiritualmente de Dios (véase Alma 5:12–14). Cuando honramos las ordenanzas y los convenios de salvación y exaltación (véase D. y C. 20:25), “[seguimos] adelante con firmeza en Cristo” (2 Nefi 31:20), y perseveramos con fe hasta el fin (véase D. y C. 14:7), llegamos a ser nuevas criaturas en Cristo (véase 2 Corintios 5:17). La conversión es una ofrenda de uno mismo, de amor y de lealtad que damos a Dios en gratitud por el don del testimonio.”9

Desechemos, por tanto, de nuestro vocabulario la palabra fanático y esforcémonos por hacer de la conversión nuestra meta principal. Al final, de mantenernos firmes, cosecharemos la vida eterna.

“Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección, porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás.

“Porque de esta manera os será concedida ampliamente la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”10

 

1) Diccionario de la Real Academia Española

2) Doctrina y Convenios 1:31

3) Véase Alma 12:14

4) Doctrina y Convenios 4:5

5) 1 Tesalonicenses 4:1-3,7

6) Timoteo 4:16 (cursiva agregada)

7) 3 Nefi 27:19

8) Presidente Marion G. Romney, citado por el élder Richard G. Scott en “Una conversión plena brinda felicidad”, Liahona, julio de 2002, pág. 27

9) Élder David A. Bednar, “Convertidos al Señor”, Liahona noviembre de 2012, pág. 107

10)2 Pedro 1:10-11 

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