"SÉ EN QUIÉN HE CONFIADO..."
Cuando era pequeño adoraba viajar sobre los hombros de mi padre. Veía todas las cosas de una altura inusual y me parecía que iba montado en un corcel cual si fuera un vaquero del lejano oeste. Mi padre contribuía a darme esa impresión pues, cada tanto, me tomaba de los tobillos y pegaba saltos y daba vueltas mientras yo me aferraba a su cuello tratando de no caer de lo que me parecía un caballo desbocado.
Ya fuera porque fui creciendo o porque me volví muy insistente al respecto, finalmente accedió a comprarme una bicicleta. Era mi sueño hecho realidad. Tenía una campanilla sobre el manubrio, una lucecita roja adosada al eje de la rueda trasera, pero por, sobre todo, era mi bicicleta.
Como me sería imposible mantener el equilibrio al principio, mi padre le colocó dos rueditas auxiliares traseras que evitarían que la bicicleta se inclinara demasiado hacia un costado provocándome una caída. Con el correr de los días, la presencia de esas dos rueditas comenzó a importunarme pues me parecía que aquello no era verdaderamente “andar en bicicleta”.
Tanto me quejé que al final mi padre optó por quitarlas. Para asegurar mi equilibrio, él iba a mi lado “sosteniendo” la bicicleta en posición vertical, asegurándola por el asiento con su mano derecha. Para mí aquello no resultaba suficiente. Quería más velocidad y más libertad.
Acostumbrábamos a salir de paseo los fines de semana por la rambla costanera que quedaba a unas cuadras de casa. Yo no era consciente en aquél entonces de cuánto mi padre se esforzaba por cuidarme y el esfuerzo que le demandaba satisfacer mis ansias de pedalear y, a la vez, evitar que yo corriera riesgos mayores.
Cierto día estábamos volviendo para casa cuando le supliqué que soltara la bicicleta y me dejara andar libremente. Ya para ese entonces tenía cierta práctica en mantener el equilibrio y era capaz de andar solo. En las inmediaciones de nuestro hogar había una pista de patinaje sobre ruedas que había caído en desuso. Allí mi padre me permitía andar libremente. Pero yo ansiaba hacerlo por las calles, como veía a otros chicos hacerlo.
Como era domingo, las calles estaban prácticamente estaba desiertas. Yo era insistente. ¡Vaya si lo era! Al final logré que accediera a soltar el asiento. No pasaron ni dos segundos cuando me afirmé sobre los pedales y le saqué media cuadra de ventaja a pesar de sus protestas. Me sentía libre y lleno de poder. ¡Al fin tenía dominio completo de mi bicicleta! A pesar de que venía corriendo tras de mí para alcanzarme, no podía acercarse lo suficiente y yo llegaría a casa antes que él.
Al llegar a la primera esquina, un ómnibus apareció súbitamente, aminorando su velocidad para efectuar un viraje hacia una calle lateral. Recuerdo que me recosté contra el cordón de la vereda, del lado de la calzada, y el ómnibus pasó a pocos centímetros de mi lado, escondiéndome de la vista de mi padre.
Hoy puedo imaginar las ideas que
atravesaron en ese momento la cabeza mi padre; su corazón desfalleciendo de angustia
pensando lo peor; y la impotencia de no poder hacer
algo para evitar lo inevitable.
Un alivio indescriptible debe haber recorrido todo su cuerpo cuando, luego que el ómnibus pasó de largo
y quedé nuevamente visible,
pudo comprobar que
yo había salido ileso
del trance. Desde luego que no hubo más paseos
en bicicleta por varios
meses.
Recordar aquel incidente, ocurrido hace tantos años atrás, me hace reflexionar acerca la inmensa sabiduría con que nuestro Padre Celestial cuida de nosotros mientras crecemos en nuestro camino de regreso a Su presencia.
Con algunos de Sus hijos el diálogo parece estar cerrado y no precisamente por voluntad
Suya. Por el contrario, Su “voz ... se dirige a todo hombre”1, pero no todo hombre abre sus oídos para escucharle. Más a quienes quieran escucharle, ha hablado a través de Sus profetas “para que (no) ponga(n) su confianza en el brazo de la carne... para que cuando errasen, fuese manifestado; y para que cuando buscasen sabiduría, fuesen instruidos; y para que cuando pecasen, fueran disciplinados para que se arrepintieran; y para que cuando fuesen humildes, fuesen fortalecidos y bendecidos desde lo alto, y recibieran conocimiento de cuando en cuando”2.
Como un Padre amoroso, a los que le escuchan ha dicho:
“Pedid, y
se os dará; buscad, y hallaréis; llamad,
y se os abrirá.
“Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.”3
Sin embargo, esta declaración no debe entenderse en un contexto permisivo. Nunca el Padre prometió darnos todo cuánto le pidamos ni cuándo se lo pidamos. Creer en ese sentido es un error, pues está claro que, en nuestra condición mortal, no siempre alcanzamos a distinguir claramente lo que nos conviene de lo que resulta inconveniente para nuestro progreso y seguridad. En cambio, Dios es omnisapiente.
“Por lo pronto
no podéis ver con vuestros ojos naturales el designio de vuestro Dios
concerniente a las cosas que vendrán más adelante”4, nos dice el Señor al tiempo que nos advierte:
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros
caminos mis caminos...
“Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos.”5
Muchas veces ansiamos cosas que no nos convienen. Deseamos bendiciones que no son las que el Señor tiene preparadas para nosotros. Otras veces buscamos saltear etapas que necesitamos atravesar para afianzar nuestro crecimiento personal. Pedimos buscando nuestra voluntad, la cual está sujeta a las debilidades de nuestro estado terrenal, creyendo que sabemos qué es lo mejor cuando no hacemos otra cosa que seguir nuestros impulsos sin medir las consecuencias.
Se nos enseña a orar siempre6 y que nuestras oraciones deben
incluir gratitud por las bendiciones recibidas. También se nos instruye que podemos pedir en ellas
lo que necesitemos. En ocasiones nuestras oraciones incluyen una solitaria
expresión de gratitud “por todas Tus bendiciones”
y una extensa lista de pedidos de cosas que creemos necesitar
imperiosamente. No está mal que
recurramos a nuestro Padre para conseguir lo que
creemos necesitar, demostrando así fe
en Él y la convicción de que nos ama.
Pero debemos entender que, aunque
nos invita a pedirle, Él no está necesariamente
obligado a acceder a
nuestros pedidos ni a satisfacerlos de la manera
en que nosotros creamos que debería hacerlo.
Alguien podrá argumentar que Doctrina y Convenios 82:10 expresa que Él está obligado cuando hacemos lo que nos dice; que, si no hacemos lo que nos dice, ninguna promesa tenemos. Debemos conocer el contexto en que dicho versículo fue revelado. El propósito de esa declaración nos es manifestado en los versículos anteriores: para que “entenda(mos) (Su) voluntad concerniente a (n)osotros“y para darnos “instrucciones en cuanto a la manera de conducir(nos) delante de (Él), a fin de que se torne para (n)uestra salvación”7. La “obligación” de Dios no es para con nosotros sino para con el hecho de que “hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan; y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa”8.
Una relación con nuestro Padre Celestial que se manifiesta como un intercambio de favores, no funciona. No se trata de ofrecer nuestra obediencia al precio de las bendiciones que buscamos. Antes bien, debemos buscar Su guía para saber qué nos conviene y luego seguir Su consejo. Al hacer lo que nos mande —pidiendo conforme a Su consejo—ciertamente “todo lo que pidamos se nos dará, todo lo que busquemos hallaremos y, al llamar, se nos abrirá”.
Parte de la confianza que debemos desarrollar en Dios consiste en saber esperar Su respuesta. Aunque nuestra petición sea justa y conveniente, aunque cumpla con todos los requisitos de la ley, será el Señor quién determine el momento oportuno en que será contestada nuestra oración.
El presidente Henry B. Eyring
ha señalado que “no podemos insistir
sobre nuestro tiempo cuando el Señor tiene el Suyo... A veces, nuestra
insistencia de actuar
de acuerdo con nuestro propio tiempo puede
impedir que veamos claramente Su voluntad
respecto a nosotros.” Antes,
deberíamos sentir y decir: “‘Hágase Tu voluntad' y 'a Tu
tiempo'. Su tiempo debería ser lo bastante pronto para
nosotros, ya que sabemos que Él sólo quiere
lo
que es mejor”9.
Mi padre terrenal me amaba. Creía saber qué era mejor para mí y veló por mi seguridad mientras dependí de él. Pero aquella tarde cedió ante mis insistencias y aquello casi me cuesta la vida. Felizmente tenemos en nuestro Padre Celestial la fuente segura para nuestro bienestar. Él nos conoce como nadie y sabe con qué, cuándo y cómo bendecirnos.
Pablo tenía en mente esa capacidad infinita de educar que el Padre Celestial posee cuando expresó:
“Por otra parte, tuvimos a nuestros padres
terrenales que nos disciplinaban y los reverenciábamos,
¿por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre
de los espíritus, y viviremos?
“Y aquéllos, a la verdad, por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad.”10
El presidente Thomas S. Monson se refirió en estos términos a la forma en que Dios da oído a nuestras oraciones:
“Durante mi propio análisis de los años, constantemente se
ha
reforzado mi conocimiento
de que se escuchan y se contestan nuestras oraciones. Estamos familiarizados con la verdad que se encuentra en 2 Nefi 2:25, en el Libro de Mormón: 'Existen los hombres para que tengan gozo'. Testifico que gran parte de ese gozo se recibe cuando reconocemos que podemos comunicarnos con nuestro Padre Celestial mediante la oración y que Él escuchará y contestará esas oraciones —tal vez no sea ni cómo ni cuándo esperemos que sean contestadas, pero sí serán contestadas por un Padre Celestial que nos conoce y nos ama de manera perfecta y que desea nuestra felicidad. ¿No nos ha prometido: 'Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones'(Doctrina y Convenios 112:10)?”11
Ojalá todos podamos exclamar como lo hizo Nefi:
“...sé en quién
he confiado. Mi Dios ha sido mi apoyo; él me
ha guiado por entre mis aflicciones... Me ha llenado con su amor hasta consumir mi carne... He aquí, él ha oído mi clamor durante el día, y
me ha dado conocimiento en visiones
durante la noche. Y de día se ha fortalecido mi confianza en ferviente oración
ante él...
“¡Oh, Señor, en ti he puesto mi confianza, y en ti confiaré para siempre!”12
1) Doctrina
y Convenios 1:2
2) Doctrina
y Convenios 1:19, 25-28
3) 3 Nefi 14:7-8
4) Doctrina
y Convenios 58:3
5) Isaías
55:8-9
6) Véase Doctrina y Convenios 10:5
7) Doctrina
y Convenios 82:8-9
8) Doctrina y Convenios 130:20-21
9)
“¿Dónde está tu pabellón?”, Liahona noviembre de 2012, pág. 73
10) Hebreos
12:9-10
11) “Consideren las bendiciones”, Liahona de noviembre de 2012, pág. 86
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