LA DICTADURA DE LA VERDAD

 Leía, hace unos días atrás, uno de los tantos análisis críticos acerca de la cultura posmoderna que se ha impuesto en nuestra sociedad occidental.

Si bien es cierto que las facetas que se abren ante nuestros ojos (a través de los dramáticos cambios experimentados en las ideas y conductas sociales) resultan abrumadoramente diversas, la autora del artículo llamaba la atención sobre el particular hecho de que estando "sujetos a la cautivadora promesa del '¡Sí puedes!', la realidad se nos presenta [hoy en día] como un paraíso de posibilidades que debemos interesadamente aprovechar y usufructuar."

Continuaba señalando que vivimos "en un mundo donde los valores son velados más por la ley garante de una libertad negativa ('que nada ni nadie restrinja mi libertad de acción, sea cual sea su carácter'), que por una moral reflexionada, dialogada y compartida por una multitud cooperante y comprometida."

"Estamos demasiado ocupados" -decía-, " en nuestra seductora libertad autárquica como para disponernos a hacernos conscientes, cuestionar y, ni qué decir, transformar aquello que consideramos reprobable o injusto como comunidad.”1

¿Será posible que el ideal de la libertad plena nos traicione y nos convierta en esclavos bajo el influjo de promesas lisonjeras?

¿Convendrá a nuestros intereses finales que nuestra libertad se disocie de los aspectos morales que acompañan la vida en comunidad?

En verdad, todo ser humano libre es también un ser moral, pues ejerce su albedrío en base a sus convicciones morales. Aunque la ley y la moral deban estar separadas en aras de la convivencia pacífica, no menos cierto es que se dan concomitantemente desde el momento en que la sociedad es la suma de sus integrantes.

Pero si la moral prevaleciente en una sociedad consiste en ejercer la libertad sin responsabilidad ni compromisos, subyugados por la creencia de que 'todo se puede' sin más restricción que la capacidad de desear y el impulso de las pasiones, la sociedad corre inconscientemente hacia el despeñadero, viviendo cada cual esclavo de su intemperancia y a merced de los vientos del poder dominante.

Ya Pablo advertía siglos atrás: "Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen."2

El enfoque irresponsable de la libertad, que la confunde con libertinaje, proponiendo la acción sin medir consecuencias, abrazando el relativismo moral o llegando a negar toda moral; que confunde "deseos" con derechos; nobleza con debilidad; compromiso con ataduras; que se vale de la lisonja, la verdad a medias, o lisa y llanamente, de la mentira para cautivar, no es otra cosa que una dictadura disfrazada que, cual 'canto de sirenas', conduce a sus seguidores a vivir en el vacío, creyendo que 'el cielo es el límite' y que nada resulta inconveniente, en tanto que la oquedad de sus realizaciones los lleva a la soledad del egoísmo.

Sumergida en la intolerancia, esa libertad usurpadora veda a quienes tienen otro parecer toda posibilidad de expresión, toda manifestación contraria a sus intereses y, así, no hace más que restringir o ahogar la libertad del otro que le incomoda.

No está a la altura de la grandeza del ser humano abrazar semejante filosofía de vida.

"Actu(emos) [, pues] como libres, y no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios."3

(1) Magdalena Reyes Puig, El Observador", 27 de agosto de 2017

(2) 1 Corintios 6:12

(3) 1 Pedro 2:16

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