MAOR: UN CUENTO DE NAVIDAD
La noche comenzaba a caer lentamente sobre la pequeña aldea
de Belén. La luz del sol aún se colaba a través del horizonte sobre el cual se
contornaban las siluetas de las colinas adyacentes. A pocos quilómetros de
Jerusalén, la aldea que había visto nacer al rey David se preparaba para
despedir otro día de labor. Un tanto alejada de ella, se levantaba la humilde
casa de adobe de Eliam, un humilde pastor y su familia. Ésta estaba compuesta
por Eliana su esposa, Ira su hija de nueve años y Josué, su hijo menor de seis
años.
La vida de Eliam no era fácil. Cada noche debía contar las
ovejas, e incluso llegaba a dormir en la puerta del corral para cuidar al
rebaño de los peligros que representaban los chacales, leones, lobos y zorros
que infestaban los alrededores. Ello casi siempre implicaba pasar la noche
fuera de su casa pues el corral debía estar cerca de las pasturas. Era muy poco
lo que podía ganar de su trabajo, más allá del sustento diario de carne, leche
y lana para abrigos que sus rebaños le daban. Tenía unas pocas ovejas propias y
para complementar su sustento cuidaba también las de Mordecai, un hacendado
rico que, por su posición social, vivía en Jerusalén.
Aquel día había encontrado una de las ovejas de Mordecai con
una pata lastimada y la había llevado al establo adyacente a su casa para
curarla. La oveja estaba próxima a parir y no podía darse el lujo de perderla
pues tendría que dar cuenta de ello ante el hacendado. En ocasiones como esas,
en que debía abandonar temporalmente su guardia, convenía en dejar sus rebaños
al cuidado de otros pastores de confianza a quienes él también prestaba similar
servicio cuando las circunstancias lo requerían.
Eliam pasó esa noche en vela cuidando de la oveja y
asistiéndola durante el parto. Su esfuerzo rindió frutos pues la mañana
siguiente fue recibida con los tiernos balidos del recién nacido cordero. Pocas
horas después llevó a su hijo hasta donde estaban el cordero y su madre.
— Hijo, este corderito nació hoy en la madrugada. Debo ir a
trabajar y tú te harás cargo de él por unos días. Cuida que esté bien. Si
necesitas ayuda pídela a tu madre.
Eliam sabía que el cordero estaría bien pues, aunque la
oveja estaba con una pata lastimada podría cuidar de él mejor que Josué. Le
pareció sin embargo prudente aprovechar la ocasión para ir inculcando en su
hijo la vida pastoril que terminaría heredando algún día.
Los días pasaron y el corderito fue creciendo hasta
convertirse en un hermoso ejemplar revestido de una suave túnica de lana blanca
que le daba un aspecto de pureza sin igual. Josué no le quitaba el ojo de
encima.
— ¿Has visto lo blanco que es, papá? — preguntaba
ansiosamente. — Así es. Lo estás cuidando muy bien.
— Nunca había visto uno igual. ¡Es tan puro! Parece perfecto,
¿verdad papá?
— Me temo que sí— contesto Eliam con cierta pesadumbre en la
voz. Podía percibir que Josué se había encariñado por demás con el cordero —.
¿Le has puesto ya algún nombre? — inquirió de Josué.
— Lo voy a llamar Maor, pues es brillante como una
luz.
— Hijo, recuerda que el cordero no es nuestro. Pertenece a
Mordecai. Tarde o temprano tendré que dárselo — sentenció Eliam —. Además, ya
le tuve que decir lo que pasó. Vendrá a verlo esta tarde. Tú sabes, un cordero
así …—. No pudo continuar pues veía que el rostro de su hijo se arrugaba de
tristeza.
— Papá, yo no quiero que se lo lleven.
Con una leve sonrisa un tanto forzada, el pastor acarició la
cabeza de su hijo, lo abrazó y se retiró sin decir palabra. Un pastor ama
sus ovejas, pero también tiene que resignarse cuando la suerte es adversa,
pensó. Josué debería aprender esa lección como parte de su preparación para la
vida.
Maor era excepcional. Esa condición le condenaba a ser
propiciado como víctima en el altar del templo conforme a los preceptos de la
Ley. Mordecai no era ningún tonto y se daría cuenta al instante de verle que
así era. Eliam se preguntaba cómo reaccionaría Josué. El cordero elegido para
el sacrificio debía ser perfecto, sin mancha. Aquella criatura inocente era la
candidata perfecta para cumplir lo que la Ley estipulaba: un macho sin defecto
mayor de ocho días.
Lo previsto por Eliam se cumplió al pie de la letra.
Mordecai quedó muy satisfecho con la forma en que Eliam había manejado el
asunto. Típico de su carácter arrogante ni las gracias le dio cuando se llevó
el cordero esa misma tarde. Al enterarse de lo acontecido no había manera de
consolar a Josué.
— Josué, el cordero no era nuestro. ¿Recuerdas que te lo
advertí?
— Podías haberlo cambiado por uno de los tuyos. Maor
era mío — se quejó el niño.
— Sabes bien que ello sería una mentira. ¿No te hemos
enseñado tu madre y yo que nunca se debe mentir?
— ¿Qué va a pasar con Maor? Ira me dijo que lo irían
a sacrificar. ¿Por qué? — preguntó conteniendo el llanto.
— Está escrito en la Ley que debemos ofrecer un sacrificio
en el gran altar de la Casa del Señor como muestra de nuestra obediencia. No me
preguntes más, hijo, pero sé que algún día sabremos con claridad la razón. Creo
que ese sacrificio representa nuestra devoción a Dios y nos recuerda cómo
fuimos librados como pueblo de la tierra del Faraón. ¿Recuerdas las historias
que tu madre te cuenta al irte a dormir? — Yo quiero a Maor de vuelta
conmigo…
Eliana, que había sido testigo mudo de aquella conversación,
tomó a su hijo del brazo, se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la altura
de los ojos del infante y con voz suave le dijo:
— Josué, debes confiar en tu padre. Si no lo haces, ¿estarás
honrándolo para que tus días se alarguen sobre la tierra que Jehová nos ha
dado? — Sin esperar respuesta continuó ordenándole —: Ve y arréglate esa cara.
Da gracias a Dios que tienes un padre como el que tienes.
La suave reprimenda de su madre no agradó mucho a Josué,
pero apaciguó en grado suficiente como para terminar la discusión. Esa misma
noche, después de asegurarse que su familia estuviera bien, Eliam se dispuso a
partir para su vigilia nocturna. Al buscar a su hijo para despedirse de él, le
encontró fuera de la casa mirando el cielo y recostado contra un árbol.
— "Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el
firmamento proclama la obra de sus manos". ¿Recuerdas, Josué? — decía
mientras se sentaba junto a su hijo.
— Papá: ¿Por qué siempre me estás citando los Sagrados
Escritos?
— Porque en ellas está el secreto de la felicidad. El
propósito de nuestra vida está dibujado en sus palabras y los profetas nos
enseñan a vivir como nuestro Dios manda.
— ¿Acaso eso hará que Maor vuelva?
— No. Pero te dará consuelo y te preparará para cuando seas
mayor. — Extraño a Maor… — balbuceó el niño.
Eliam no sabía qué responder. No deseaba volver a la
discusión de esa tarde. Alzó los ojos al cielo como buscando una respuesta de
más arriba cuando su vista se detuvo de repente cómo congelada por una visión
inefable. Sin mover su cabeza habló a su hijo:
— Maor ciertamente se ha ido. Pero te dejó un regalo.
Sí, para ti. Algo que siempre podrás tener contigo para recordarle y saber que de
alguna manera sigue a tu lado.
— ¿Un regalo? — preguntó el niño con asombro.
— ¡Mira! — exclamó el padre apuntando con la mano hacia
donde tenía fija la mirada —. ¿La ves?
— ¿Qué cosa, papá?
— Aquella nueva estrella que ha aparecido en el cielo. Nunca
la había visto antes. Mira como brilla con intensidad. ¡Esa estrella es el
regalo que Maor te ha dejado!
Efectivamente una nueva estrella había aparecido en el cielo. De haber estado junto a sus compañeros en ese preciso momento, Eliam hubiera tenido oportunidad de escuchar un coro de ángeles anunciando el advenimiento de Niño Dios. Así y todo, la ocasión no dejaba de ser significativa, pues algo en su corazón le decía que él y su hijo estaban presenciando un momento único en la historia de la humanidad.
Comentarios
Publicar un comentario
No promovemos ni aceptamos controversias en nuestro blog, siendo nuestro propósito es unir corazones, pues "no es [la] doctrina [de Cristo], agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien [Su] doctrina es esta, que se acaben tales cosas."