EN DEFENSA DE LA LIBERTAD DE RELIGIÓN

En estos tiempos de profundos cambios en lo que respecta al lugar que ocupan los valores morales en la vida de las sociedades es posible notar una embestida frontal hacia la religiosidad que, bajo la forma de equidad e imparcialidad, pretende coartar una de las libertades fundamentales del hombre: el derecho al libre pensamiento.

No es otra cosa que vulnerar ese sagrado derecho lo que encierra la persecución desatada para cercenar la libertad en materia religiosa. Aunque esta afirmación resulte impactante, lo cierto es que las creencias religiosas son consideradas hoy en día materia de censura pública, denostación, ridiculización o, en el mejor de los casos, vistas como cosa políticamente incorrecta.

En primer lugar, es dable notar la confusión premeditada o no que se hace entre los conceptos de laicidad y ateísmo.

Según la Real Academia Española valen las siguientes definiciones:

laicidad: Principio que establece la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa

ateo: Que niega la existencia de cualquier dios.

La separación entre la sociedad civil ─y consecuentemente el Estado─ y la religiosa es una condición sana y provechosa para la evolución de las sociedades, por cuanto al existir pluralidad de creencias religiosas, es conveniente que el Estado no se incline por ninguna de ellas en particular, conservando una ajustada neutralidad respecto de ellas.

Por otro lado, es preciso que la sociedad abrigue en su seno la convivencia pacífica de todos los credos, otorgando el derecho al libre ejercicio de culto y su difusión en tanto ello no afecte el derecho de los demás.

Esta configuración social debe extenderse además a quienes profesen el ateísmo, concediéndoles el derecho a negar la existencia de deidades de cualquier naturaleza, pero exigiendo a cambio, el respeto hacia los derechos de quienes se confiesen creyentes de alguna religión en particular.

Sin embargo, los problemas se suscitan cuando la intolerancia introduce la discriminación como arma para reafirmar las convicciones propias y perseguir las ajenas.

Si bien esta afirmación de derechos debe ir en ambos sentidos, lo cierto es que somos testigos de una embestida feroz hacia las religiones. Se pretende que, en aras de una laicidad mal entendida, el Estado no sólo se abstenga de defender la libertad de religión, sino que la restrinja al punto de coartar la exposición pública de las doctrinas religiosas, sean las que fueren, si incomodan a quienes favorecen los usos y prédicas de los nuevos derechos planteados en el marco de la filosofía de género, la interrupción voluntaria del embarazo, la legalización de drogas, etc.

Frente a esta postura de persecución e intolerancia cabe reafirmar la defensa de la libertad de religión, entendida como lo expresa categóricamente el Artículo de Fe 11:

“Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo que deseen.”

El estado debe asegurar su imparcialidad en cuestiones de credos ─el ateísmo también es una forma de creencia─ estableciendo un equilibrio entre las diversas posiciones antes que favorecer a unos en aras del silencio de los otros.

“Creemos que ningún gobierno puede existir en paz, a menos que se formulen y se conserven invioladas las leyes que garanticen a cada individuo el libre ejercicio de la conciencia…

“Creemos que la religión es instituida por Dios; y que los hombres son responsables ante él, y ante él solamente, por el ejercicio de ella, a no ser que sus opiniones religiosas los impulsen a infringir los derechos y libertades de los demás; pero no creemos que las leyes humanas tengan el derecho de intervenir, prescribiendo reglas de adoración para sujetar la conciencia de los hombres, ni de dictar fórmulas para la devoción pública o privada; que el magistrado civil debe restringir el crimen, pero nunca dominar la conciencia; debe castigar el delito, pero nunca suprimir la libertad del alma…

“Creemos que los gobernantes, estados y gobiernos tienen el derecho y la obligación de instituir leyes para la protección de todo ciudadano en el libre ejercicio de su creencia religiosa; pero no creemos que tengan el derecho, en justicia, de privar a los ciudadanos de este privilegio, ni proscribirlos por sus opiniones, en tanto que se manifieste consideración y reverencia para con las leyes, y tales opiniones religiosas no justifiquen la sedición ni la conspiración…

“No creemos que sea justo confundir influencias religiosas con el gobierno civil, mediante lo cual se ampara a una sociedad religiosa [o atea], mientras que a otra le son proscritos sus privilegios espirituales, y se niegan los derechos individuales de sus miembros como ciudadanos.”1

 (1) Doctrina y Convenios 134:2-9 

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