LO QUE NO PODEMOS PERDER

Uno de mis primeros trabajos luego de estudiar varios años en la Universidad fue en una pequeña comunidad distante a unos 60 kms. de la capital, donde funcionaba una planta potabilizadora de agua que prestaba servicios a dicha capital y a sus ciudades satélites. Aquella localidad era pequeña y se componía mayormente de familias asociadas de una manera u otra a la actividad desarrollada por la planta, siendo no pocos los jefes de familia empleados en ella.

Una de las personas con quienes trabajaba era un señor de edad madura que pertenecía a los planteles de la empresa desde su juventud. Era muy conocedor de la historia de aquel lugar, habiendo sido testigo y protagonista de la mayoría de los acontecimientos importantes acaecidos en las décadas anteriores. Tenía una memoria privilegiada y siempre encontraba una anécdota del pasado para ilustrar algún concepto o lección aplicable al presente.

Un día me llevó hasta uno de los extremos del área que la planta ocupaba a un costado de la localidad. Nos paramos frente a un amplio campo llano cubierto de pasto, donde alguno que otro árbol crecía desafiando la soledad. Una carretera serpenteaba entre el verde manto que se extendía ante nuestros ojos.

“¿Qué ves?”, me preguntó. Le respondí con objetividad. No veía más que campo. “Pues bien”, me comentó, “yo veo casas y familias que ya no están. Cuando yo era niño, toda esa zona que ves por allí estaba sembrada de casas.”

“Pero... el tiempo se lo ha llevado todo”, terminó diciendo.

Volví a mirar el paraje y me pareció mentira que aquello hubiera estado poblado. No quedaba ningún rastro que lo atestiguara, ni siquiera en la memoria del pueblo; pues solamente aquel señor mencionó alguna vez ese hecho en todos los años que trabajé en ese lugar.

Han pasado mucho desde aquella conversación y varias veces he reflexionado sobre sus palabras: el tiempo se lo ha llevado todo. ¿Por qué? ¿Por qué causas el conocimiento, las tradiciones, los usos y las costumbres, los valores y la cultura; en definitiva, la memoria de un pueblo, ¿pueden perderse con el paso del tiempo?

Las Escrituras nos muestran lo dramático que esa pérdida puede resultar. Hablando del pueblo del Israel antiguo, la Biblia dice:

“Y el pueblo había servido a Jehová todo el tiempo de Josué, y todo el tiempo de los ancianos que sobrevivieron a Josué, los cuales habían visto todas las grandes obras que Jehová había hecho por Israel.

“Y murió Josué hijo de a Nun, siervo de Jehová, a la edad de ciento diez años.

“Y lo sepultaron en el territorio de su heredad en Timnat-sera, en los montes de Efraín, al norte del monte Gaas.

“Y toda aquella generación fue también reunida con sus padres. Y se levantó después de ellos otra generación que a no conocía a Jehová ni la obra que él había hecho por Israel. “Y los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová y sirvieron a los baales.

“Y abandonaron a Jehová, el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses, los dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, a los cuales a adoraron; y provocaron a ira a Jehová.

“Y abandonaron a Jehová, y adoraron a Baal y a Astarot.”1

Encontramos también en el Libro de Mormón el ejemplo de pueblos que una vez disfrutaron del conocimiento de la grandeza de Jehová y Sus bendiciones para luego caer en la apostasía en el transcurso de unas pocas generaciones. Tal vez el caso más paradigmático sea el del pueblo que sobrevivió a los cataclismos ocurridos a la muerte de Jesús y que tuvo la oportunidad de ser ministrado personalmente por el Salvador resucitado.

De ese pueblo los registros dicen:

“Y he aquí, aconteció que el pueblo de Nefi se hizo fuerte, y se multiplicó con gran rapidez, y llegó a ser un pueblo hermoso y deleitable en extremo.

“Y se casaban y se daban en matrimonio, y fueron bendecidos de acuerdo con la multitud de las promesas que el Señor les había hecho.

“Y ya no se guiaban por las prácticas y ordenanzas de la ley de Moisés, sino que se guiaban por los mandamientos que habían recibido de su Señor y su Dios, perseverando en el ayuno y en la oración, y reuniéndose a menudo, tanto para orar como para escuchar la palabra del Señor.

“Y sucedió que no hubo contención entre todos los habitantes sobre toda la tierra, mas los discípulos de Jesús obraban grandes milagros.”2

En pocos años, sin embargo, las generaciones siguientes se desviaron de la senda de sus antecesores:

“Y sucedió que cuando hubieron transcurrido doscientos diez años, ya había en la tierra un gran número de iglesias; sí, había muchas iglesias que profesaban conocer al Cristo, y sin embargo, negaban la mayor parte de su evangelio, de tal modo que toleraban toda clase de iniquidades, y administraban lo que era sagrado a quienes les estaba prohibido por motivo de no ser dignos.

“Y esta iglesia se multiplicó en gran manera por causa de la iniquidad, y por el poder de Satanás que se apoderó de sus corazones.

“Y además, había otra iglesia que negaba al Cristo; y éstos perseguían a los de la verdadera iglesia de Cristo por su humildad y creencia en Cristo, y los despreciaban por causa de los muchos milagros que se efectuaban entre ellos...

“No obstante, los del pueblo endurecieron su corazón, porque los guiaron muchos sacerdotes y profetas falsos a establecer muchas iglesias y a cometer toda clase de iniquidades...Y así degeneraron en la incredulidad e iniquidad de año en año, hasta que hubieron pasado doscientos treinta años.”3

No tenemos que ir muy atrás en el tiempo para ver cómo estas mismas transformaciones se dan en estos días también. En poco más de tres décadas, las sociedades modernas han experimentado cambios que han convertido conductas inaceptables para el Señor en prácticas socialmente aceptadas y muy difundidas. La familia —base fundamental de la sociedad4— ha experimentado un severo ataque, tal vez el más severo de toda su historia, que ha buscado disolverla o tergiversar su naturaleza divina; el derecho a la vida se ha avasallado; el consumo de sustancias perniciosas para el cuerpo se ha difundido y, en muchos casos, legalizado; y así sucesivamente.

El presidente Marion G. Romney nos mostró, hace casi cuarenta años atrás, la naturaleza de este dramático fenómeno que denominó el ciclo trágico.

“El hecho de que los habitantes de la tierra se encuentren sumidos en una total confusión, no es secreto para nadie; el hecho de que el caos amenace a la sociedad es de conocimiento común. Si el curso actual de los hombres y las naciones no cambia, culminará en un desastre catastrófico.

“Durante seis mil años las civilizaciones han surgido, han florecido, han declinado y han desaparecido, pasando por el mismo ciclo de acontecimientos.

“Las civilizaciones se levantan de acuerdo con la obediencia de sus pueblos a las leyes sobre las que se basan la prosperidad, el éxito y la felicidad; Dios reveló estas leyes en el principio y, mediante sus profetas, las ha repetido en cada dispensación.

“Las civilizaciones florecieron siempre que observaron esas leyes, declinaron en la misma proporción en que las desobedecieron, desaparecieron cuando esas leyes fueron completamente ignoradas.

“Comenzando en los tiempos de Adán, al igual que en cada dispensación del evangelio, el Señor advirtió a los habitantes de la tierra que si continuaban violando las leyes de justicia por El reveladas, acarrearían sobre ellos la destrucción. Toda la historia, tanto sagrada como profana, da testimonio de la veracidad de esta predicción.”5

Tanto a nivel colectivo como de cada familia en particular, el debilitamiento espiritual obedece a múltiples factores entre los cuales no ha de subestimarse el papel de Satanás y sus siervos que apoyan su obra. Sin embargo, al analizar los hechos, es posible constatar que, no pocas veces, lo que ha fallado es la transmisión de los valores esenciales de una generación a la siguiente.

El pueblo judío, depositario —tal como la ha interpretado— de la cultura mosaica y sus leyes y estatutos según se hayan registrados en el Antiguo Testamento y otros libros que considera sagrados, ha sobrevivido a milenios de persecución, destierro y esclavitud. Su apego a su tradición y a sus valores religiosos ha hecho de él un pueblo sobreviviente, testigo de la desaparición de innúmeros pueblos de la faz de la tierra otrora poderosos, hoy olvidados. Tal vez su mayor mérito para ello haya sido su determinación irrenunciable de sujetarse a los preceptos establecidos en dos simples versículos del Antiguo Testamento:

“Y estas palabras que yo te mando hoy estarán sobre tu corazón;

“y se las repetirás a tus hijos y les hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y cuando te acuestes y cuando te levantes.”6

Ningún énfasis que se ponga en afirmar que la enseñanza del evangelio en el hogar es la clave para fortalecer la espiritualidad de los hijos será exagerado. La educación espiritual de los hijos no es responsabilidad del gobierno, de las escuelas, de los medios de comunicación; ni siquiera de la propia Iglesia, sino de los padres.

En esta última dispensación, el Señor ha sido claro acerca de esa responsabilidad de criar los hijos dentro del círculo protector del evangelio.

“Y además, si hay padres que tengan hijos en Sión o en cualquiera de sus estacas organizadas, y no les enseñen a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos, al llegar a la edad de ocho años, el pecado será sobre la cabeza de los padres. “Porque ésta será una ley para los habitantes de Sión, o en cualquiera de sus estacas que se hayan organizado.”7

Las Autoridades de la Iglesia han reafirmado esta verdad al proclamar:

“El esposo y la esposa tienen la solemne responsabilidad de amarse y cuidarse el uno al otro, y también a sus hijos. 'He aquí, herencia de Jehová son los hijos' (Salmos 127:3). “Los padres tienen la responsabilidad sagrada de educar a sus hijos dentro del amor y la rectitud, de proveer para sus necesidades físicas y espirituales, de enseñarles a amar y a servirse el uno al otro, de guardar los mandamientos de Dios y de ser ciudadanos respetuosos de la ley dondequiera que vivan. Los esposos y las esposas, madres y padres, serán responsables ante Dios del cumplimiento de estas obligaciones.”8

Es la aspiración de todos quienes somos padres —y hemos formado nuestro hogar dentro de los lazos del evangelio— el ver nuestra posteridad dentro de los convenios que llevan a la vida eterna. Esforcémonos en transmitir nuestras tradiciones, nuestros valores y un buen ejemplo a nuestros hijos. Recordemos que “el principio de la sabiduría es el temor de Jehová”9 y sepamos plantarlo en el corazón de nuestros vástagos.

Hijos, esfuércense por honrar el legado de sus padres; y si ese legado no condice con los caminos del Señor, procuren mejorarlo siguiendo los mandamientos de Dios. Tengan presente la exhortación del sabio rey Salomón:

“Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la enseñanza de tu madre, porque adorno de gracia serán para tu cabeza y collares para tu cuello.”10

Siempre existirán excepciones desde luego. Lehi y su esposa eran justos, pero no pudieron evitar que Lamán y Lemuel se apartaran de sus enseñanzas. Tuvieron consuelo en sus otros hijos y uno de ellos supo escribir:

“Yo, Nefi, nací de buenos padres y recibí, por tanto, alguna instrucción en toda la ciencia de mi padre; y habiendo conocido muchas aflicciones durante el curso de mi vida, siendo, no obstante, altamente favorecido del Señor todos mis días; sí, habiendo logrado un conocimiento grande de la bondad y los misterios de Dios...”11

Para que el tiempo no se lleve todos nuestros anhelos y esfuerzos —que hayamos abrigado como padres interesados en la felicidad de nuestra descendencia— no tengamos en poco nuestro rol en su formación espiritual. En verdad, es intransferible.

 

1) Jueces 2:7-13 (cursiva agregada)

2) 4 Nefi 1:10-13

3) 4 Nefi 1:27-29,34

4) La Familia: Una Proclamación Para El Mundo

5) Marion G. Romney, “El ciclo trágico”, Liahona

6) Deuteronomio 6:6-7

7) Doctrina y Convenios 68:25-26

8) La Familia: Una Proclamación Para El Mundo

9) Proverbios 1:7

10) Proverbios 1:8-9 febrero de 1978, pág. 17 11) 1 Nefi 1:1 

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