UN ALMA SIN HIPOCRESÍA

La hipocresía es el "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan"1.

La hay en diferentes grados y por diferentes motivos, pero en todos los casos esconde la mentira y el engaño.

En ocasiones se usa para ocultar debilidades, aparentar prestigio o procurar influencia sobre los demás. En otras puede deberse a que se persigue lucro, fama o el desprestigio del "otro". Cualesquiera sean las causas, la hipocresía, vista desde la perspectiva de las relaciones humanas, resulta un acto reprobable.

Sin embargo, desde el punto de vista de quien la abraza, puede parecer una ventaja y un rasgo de viveza. Esta es una falacia puesto que quien practica la hipocresía es la primera víctima de su engaño.

Tal vez ésta sea la peor consecuencia de la hipocresía: se devora el alma de quien la cultiva.

Las debilidades propias de la naturaleza humana se reparten entre todos sin acepción de personas. Vencerlas forma parte del propósito de nuestra existencia, en tanto que el verdadero progreso consiste en vencernos a nosotros mismos, procurando ser cada día mejores.

El reconocimiento de nuestras limitaciones puede fortalecernos en la medida en que nos lleve a buscar ayuda para superarlas. Pero esa búsqueda de ayuda debe fundamentarse en un reconocimiento sincero, libre de toda hipocresía.

Para el cristiano la fuente máxima de poder emana de Dios. La confianza en Su amor e integridad necesita, a su vez, de un alma sin hipocresía para ser capaz de transformarnos en personas mejores de lo que somos.

En ese caso podríamos afirmar con Pablo:

"Por lo cual, por causa de [Dios] me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte."2

La hipocresía -aunque resulte doloroso reconocerlo- es uno de los grandes males que asolan nuestra sociedad. Muchos nos privamos de la ayuda divina por declararnos creyentes y dejar -al mismo tiempo- a Dios a un lado en nuestra conducta diaria. No se trata de ser perfectos en lo que Dios espera de cada uno de nosotros (léase Sus mandamientos), sino que el poco o nulo lugar que damos a Dios en nuestras vidas limita Sus posibilidades de ayudarnos.

Lamentablemente, una de las consecuencias más comunes al quedar a merced de nuestras debilidades, es ir mermando nuestra fe hasta llegar incluso a perderla.

Dieter L. Uchtdorf ha dicho:

"Si definen como hipócrita a alguien que no vive perfectamente lo que él o ella cree, entonces todos somos hipócritas. Ninguno de nosotros es tan cristiano como sabemos que deberíamos serlo; pero, sinceramente deseamos superar nuestras faltas y la tendencia a pecar. Con todo el corazón y el alma anhelamos ser mejores mediante la ayuda de la expiación de Jesucristo."3

Por tanto, conviene que reflexionemos si nos estamos esforzando por vivir fieles a los principios y creencias que profesamos. Si es así, continuemos perseverando. De lo contrario, tal vez haya llegado la hora de comenzar a cambiar.

 

(1) Diccionario de la Real Academia Española

(2) 1 Corintios 12:10

(3) "Vengan, únanse a nosotros", Conf. Gral. octubre 2013

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