A CADA PASO DE NUESTRA JORNADA

Estando Jesús ante Pilato, el prefecto romano ante quien sus acusadores le habían llevado para destruirle, éste le interroga para determinar su grado de culpabilidad. En ese dramático diálogo entre el verdadero Rey y quien ostentaba la autoridad mundana, se ponen de manifiesto dos caracteres completamente opuestos. 

 Por un lado, el gobernante romano, con toda su soberbia, no encontrando culpa en el acusado, intenta primero absolverle ajustándose así a las leyes romanas. Poco le dura su apego a la justicia. Bástele medir las consecuencias indeseadas que acarrearía a su carrera política una revuelta judía ocasionada por una sentencia favorable a la causa de Cristo, para dirigirse al pueblo embravecido diciendo: "Yo no hallo en él ningún delito. Pero vosotros tenéis la costumbre de que os suelte a uno en la Pascua. ¿A quién queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús, que es llamado el Cristo? "

 Y cuando la multitud le responde que libere a Barrabás, vuelve a preguntar como con ingenuidad: "¿Qué, pues, haré con Jesús, que es llamado el Cristo?".

 La respuesta no se hace esperar. "¡Crucificadle!", grita la plebe incitada por la casta sacerdotal temerosa de perder sus privilegios ante la mansa prédica del Salvador.

 De nada valen las advertencias de que su esposa le dirige. "No tengas nada que ver con ese justo, porque hoy he padecido muchas cosas en sueños por causa de él", le dice.

 Pilatos insiste, sabiendo en su fuero íntimo que nada es más injusto que condenar aquel indefenso judío cuyo pecado radica en la desaprobación de la clase dirigente. "Pues, ¿qué mal ha hecho?", clama con la esperanza de evitar tener que dictar sentencia.

 "¡Sea crucificado!", insiste el pueblo enardecido por la acción de los agitadores.

 Entonces, en un gesto de hipocresía velada, el prefecto romano toma agua y se lava las manos delante del pueblo, diciendo: "Inocente soy yo de la sangre de este justo.  ¡Allá vosotros!".

 La sentencia se decreta y el que nunca pecó es llevado al Calvario como un criminal. Más pudo, en el corazón de Pilato, su afán por complacer al mundo; más pudo su apetito por mantenerse asido de su cargo y seguir abrigando la esperanza vana de seguir escalando posiciones dentro el estado romano; más pudo su temor al populacho que el amor a la justicia y a la verdad. "¿Qué es la verdad?", pregunta con ironía al indefenso Jesús antes de dictar su condena.

 Frente a ese personaje de carácter débil se alza la figura de Jesús. Aquél que a la hora del arresto calma a Sus discípulos diciendo a uno de ellos: "Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo orar a mi Padre ahora, y que Él no me daría más de doce legiones de ángeles (para liberarme)? ¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?"

 En la hora más aciaga de su ministerio, cuando todos Sus discípulos parecen abandonarle, Jesús se encamina al martirio con la convicción de estar haciendo lo que debe hacer.  "Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" había enseñado en más de una oportunidad. Su amor por el Padre y por todos Sus hermanos le ata con firme convicción al final trágico de Su misión terrenal. Final trágico que luego convertirá en victoria sobre la mismísima muerte, llevando la resurrección universal a todos los hijos de Dios y abriendo las puertas a la vida eterna a todos quienes permanezcan fieles a Su palabra hasta el postrer día.

 Nadie podría haber dado una respuesta más sublime durante el infame interrogatorio llevado a cabo por Pilato que la que Él manifestó al decir sin ambages: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo".

 He ahí el ejemplo preclaro de quien sabiendo lo que debe hacer, va y lo hace no dudando en nada sino buscando únicamente la gloria de quien le envió.

 No le interesan los oropeles del mundo. No le tientan los atajos. No lo subyugan la popularidad ni las riquezas. La fama le tiene sin cuidado. Ni la opinión adversa de Sus enemigos ni los riesgos y amenazas que le improperan minan Su voluntad de perseverar en Su misión divina.

 De integridad se vistió durante Su vida y con integridad enfrenta Su muerte. Permanece fiel al conocimiento que tiene el propósito de su venida y nada lo le hace retroceder. Al colgar de la cruz tiene todavía la entereza de espíritu de derramar Su misericordia sobre aquellos ignorantes soldados que le están crucificando y ruega: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

 Los testimonios de Sus discípulos nos han legado, a través de las Escrituras, estos dos ejemplos de vida tan opuestos, tan distantes. Sin embargo, en el curso de nuestra vida, pueden darse las circunstancias para que tan opuestos caracteres pugnen por aflorar desde nuestros fueros íntimos.

 En nuestra mortalidad nos vemos sujetos a todo tipo de pruebas. Algunas se nos presentan como infortunios y sufrimientos que no deseamos enfrentar. En otras parece resultar conveniente dejarse arrastrar por el mundo que simula ayudarnos al bajo precio de la entrega de nuestros valores más preciosos. Es en esas circunstancias en que podemos nos vemos en la disyuntiva de elegir entre ceder a las presiones mundanas o abrazarnos firmemente a nuestros principios. Es en esos momentos que pueden surgir, desde nuestro interior, la debilidad de un Pilato o la integridad de un Cristo encarando a su verdugo. ¿Qué haremos, pues, en esa hora?

 Es fundamental que tengamos presente a toda hora el propósito de nuestra existencia, para que constantemente recordemos por qué estamos aquí. Al fin y al cabo, más que la gloria del mundo; más que la popularidad o la diversión de que podamos gozar; más que las riquezas materiales que acumulemos durante nuestro efímero viaje; y, por sobre todo, más que el grado de poder o influencia que ostentemos sobre nuestros congéneres, lo que importará al final de nuestras vidas será si cumplimos o no con la misión para la cual vinimos a esta tierra. 

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