LA CLAVE DE NUESTRA FORTALEZA

Vivimos una época de grandes cambios. No sólo los cambios ocurridos definen este presente, sino que la velocidad con la que se han sucedido también da un tinte singular a esta época.

 

Muchos de esos cambios han sido positivos para la humanidad. Los avances científicos y tecnológicos han acercado al hombre a estándares de vida nunca imaginados. Se han hecho grandes descubrimientos en el campo de la medicina que han elevado las expectativas de vida y han contribuido a la cura de muchas enfermedades que en el pasado se consideraban irremediables. Los progresos en áreas como la ingeniería, la agricultura, el transporte, la tecnología y las comunicaciones han abierto la esperanza de crear un mundo mejor donde la pobreza y la injusticia se vean desterradas de la faz del planeta.

 

Mucho se ha avanzado, pero resta también mucho por hacer. Los acontecimientos políticos y sociales de las últimas décadas han demostrado que a la par del progreso registrado, el desacuerdo y la violencia entre los hombres, en sus más variadas manifestaciones, y la descomposición moral de grandes sectores de las sociedades se han visto acelerados a un ritmo también sorprendente.

 

Esta época, que muchos llaman de posmodernidad, ha traído aparejada la pérdida de ciertos valores tradicionales que constituían la base de la civilización occidental; valores que provenían de nuestro legado judeocristiano y que eran compartidos, en muchos aspectos, por otras culturas y sociedades del mundo.

 

Es un hecho aceptado que hoy en día, “vivir el presente” y buscar “el resultado inmediato de lo que se pretende” marca la tónica del accionar humano. Existe por un lado una cultura de lo material que le lleva a buscar en lo físico la realización personal y en el “rompimiento de barreras” la libertad individual, sin importar si esas barreras están precisamente para asegurar su libertad.

 

El incentivo al consumismo lleva al incremento desmedido del crédito, dejando a buena parte de las personas en una virtual esclavitud económica, sin poder zafar de las deudas contraídas. Se han vulgarizado el lenguaje, las ciencias y las artes. El refinamiento, como valor, ha perdido vigencia. Los ideales parecen cosa del pasado, arrollados por un relativismo que todo lo impregna, exaltando la diversidad de opiniones como metodología de interpretación de la realidad. Ni qué decir de la religiosidad, la cual prácticamente ha desaparecido de los medios de comunicación masiva y se presenta como algo anacrónico, irracional o altamente subjetivo, indigno de darse de manifiesto públicamente. No pocas veces, en aras de una laicidad mal entendida, se promueve abiertamente el ateísmo.

 

El entretenimiento y las redes sociales roban buena parte del tiempo libre de las personas y crean una nueva forma de cultura que empobrece el intelecto y la interrelación personal. El afán de lucro siembra el egoísmo por todas partes y, a nivel corporativo, un daño ambiental sin precedentes.

 

En verdad, es como si “todo hombre anda(ra) por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo y cuya substancia es la de un ídolo que se envejece y perecerá en Babilonia, sí, Babilonia la grande que caerá”1.  

 

 Afortunadamente, “sabiendo (el Señor de) las calamidades que sobrevendrían a los habitantes de la tierra”2 en estos tiempos, llamó nuevamente profetas a Su ministerio y restauró Su evangelio entre el pueblo. Esta restauración ha sido el hecho más sobresaliente de los últimos dos siglos y no sólo devuelve a la humanidad la luz de la verdad en su plenitud, sino también permite afirmar que, a pesar de las dificultades reseñadas más arriba, vivimos la mejor de las épocas, aquélla donde podemos abrigar “la esperanza de un mundo mejor”3, no sólo en las eternidades, sino en esta vida mortal también. 

 

En medio de tanta confusión, disponemos de una “barra de hierro”4 a la cual sujetarnos, pues “tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hace(mos) bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro hasta que el día esclarezca, y la estrella de la mañana salga en (nu)estros corazones”5.

 

En la Conferencia General de abril de 1993, el élder Tom L. Perry nos exhortó a volver a los principios básicos del evangelio en nuestra vida diaria como forma de superar las adversidades de un mundo cada vez más alejado de la fuente de toda felicidad. Resaltó la importancia de la oración y las Escrituras, afirmando:

 

“Consideremos nuevamente las bendiciones que se nos prometen si fielmente observamos la oración familiar diaria y el estudio familiar diario de las Escrituras...

 

“Las Escrituras son uno de nuestros mayores tesoros; contienen las instrucciones del Señor a su pueblo desde el principio del tiempo. En un mundo tan lleno de las doctrinas de los hombres, cuan agradecidos estamos de tener un ancla segura en la cual edificar nuestra fe... 

 

“En las instrucciones del Señor a Sus hijos, encontramos constancia sublime. Lo que el Señor ha declarado que es correcto siempre será correcto; lo que ha declarado que es verdad siempre será verdad; lo que ha declarado que es pecado siempre será pecado. Tengan la seguridad de que cuando las doctrinas 'iluminadas' de los hombres contradigan a las Santas Escrituras, únicamente traerán desilusión, aflicción y destrucción a las almas de los hombres.”

 

También citó al profeta José Smith al leer la siguiente amonestación:

 

“A los hermanos les decimos: busquen a Dios a solas en su habitación hasta que lleguen a conocerlo. Invoquen su nombre en los campos, sigan las exhortaciones del Libro de Mormón y oren por sus familias, su ganado, sus rebaños, sus hatos, su grano y todas las cosas que poseen. Imploren las bendiciones de Dios en sus trabajos y en todo lo que hagan”6.

 

Volver a los principios básicos del evangelio. En esto estriba la clave de la fortaleza con la que Dios socorre a quienes le oyen y siguen Su voz7

 

(1)     DyC 1:16

(2)     Ibid. versículo 17 

(3)     Eter 12:4

(4)     1 Ne 11:25

(5)     2 Pe 1:19

(6)     History of the Church, tomo 5, pág. 31

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