NUESTRA LIAHONA PERSONAL

 No debería existir asunto más importante en la mente del hombre que el desarrollo de su relación con Dios, su Creador. Lamentablemente, no sólo el conocimiento de la verdadera naturaleza de la Divinidad se ha tergiversado entre Sus hijos, sino que el rol de Dios en el diario vivir ha pasado a segundo plano, eclipsado por las preocupaciones mundanas que agobian al ciudadano común de este nuevo siglo.

 Como Santos de los Últimos Días, tenemos el privilegio de poseer ese inapreciable conocimiento, y la responsabilidad de vivir a la altura de nuestro testimonio intentando compartir, al mismo tiempo, esa “perla de gran precio” cuya posesión es el mayor don al que podamos aspirar en esta vida.

 Ese conocimiento no debería envanecernos ni llevarnos a creer que somos mejores que el resto de nuestros hermanos. Así como Jesús enseñó a Sus discípulos “que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor; y cualquiera de entre vosotros que quiera ser el primero será siervo de todos”1, así también nosotros debemos manifestar, mediante nuestros hechos y palabras, que nos ceñimos al ejemplo que nos legó el Salvador.

 El testimonio es algo vivo que llevamos dentro de nosotros. Debe nutrirse a diario y dar como fruto un progreso continuo. La vida semeja un trayecto por tierras desconocidas donde, más allá de hacer planes, de soñar con grandes logros y de esbozar nuestro futuro, el viaje siempre se nos presentará con un grado de incertidumbre que jamás podremos vencer tan sólo con nuestras propias fuerzas.

 Cuando el Señor mandó a Lehi salir de Jerusalén (pues una destrucción inminente se cernía sobre la ciudad y sus habitantes), le envió junto con su familia al desierto. Dejando atrás todas sus posesiones, aquel puñado de valientes se aventuró hacia lo desconocido confiando solamente en la palabra del Señor. Después de pasar algún tiempo en el desierto, “ocurrió que al levantarse (Lehi) por la mañana, y al dirigirse a la entrada de la tienda, con gran asombro vio en el suelo una esfera de bronce fino, esmeradamente labrada; y en la esfera había dos agujas, una de las cuales marcaba el camino que debía(n) seguir por el desierto”2.

 Según lo relata Nefi, poco después “sucedió que la voz del Señor le dijo (a su padre): Mira la esfera y ve las cosas que están escritas.

 “Y aconteció que cuando mi padre vio las cosas que estaban escritas sobre la esfera, temió y tembló en gran manera, y también mis hermanos y los hijos de Ismael y nuestras esposas.

“Y aconteció que yo, Nefi, vi las agujas que estaban en la esfera, y que funcionaban de acuerdo con la fe, diligencia y atención que nosotros les dábamos.

“Y también se escribía sobre ellas una escritura nueva que era fácil de leer, la que nos daba conocimiento respecto a las vías del Señor; y se escribía y cambiaba de cuando en cuando, según la fe y diligencia que nosotros le dábamos.”3  

 Nos enteramos por el Libro de Mormón que aquella esfera se denominaba Liahona (que “interpretado quiere decir brújula”) y había sido preparada para mostrar a los integrantes de la colonia de Lehi el camino que habían de seguir por el desierto. Alma ve en ello un símbolo y afirma: “Porque tan cierto como este director trajo a nuestros padres a la tierra prometida por haber seguido sus indicaciones, así las palabras de Cristo, si seguimos su curso, nos llevan más allá de este valle de dolor a una tierra de promisión mucho mejor”.4

 En sus palabras, Alma hace hincapié en la necesidad que tenemos de ser guiados por un poder que va más allá de nuestra comprensión el cual, sin embargo, necesitamos inevitablemente para hacer frente a nuestras propias debilidades. Porque, abandonado a sus propias fuerzas, la fragilidad del hombre puede más que la suma de sus posesiones materiales; es más que el poder que ejerza entre sus pares; sobrepuja la fama, el placer o las lisonjas que cargue sobre sus hombros, sea consciente de ello o no. Tarde o temprano la muerte, compañera inseparable de la vida, termina por sacar a luz la evidencia más palpable de la flaqueza de la naturaleza humana: su condición mortal.

 De manera que todos tenemos necesidad de una Liahona personal que nos guíe a través de las vicisitudes de la vida; trayéndonos la paz en medio de la tribulación; dándonos la luz para transitar el camino de la felicidad que lleva a la fuente de todo gozo; para proveernos de la sabiduría que nos permita separar la cizaña del trigo; en definitiva, una fuente que nos ayude a vivir plenamente.

 Las palabras de Cristo (las Escrituras) forman parte de nuestra Liahona personal. Las respuestas a nuestras sinceras oraciones también integran esa Liahona personal. Asimismo, los susurros del Espíritu Santo, nuestra bendición patriarcal, los consejos inspirados de nuestros padres, los mensajes proféticos, y los ejemplos de integridad a nuestro derredor son partes constituyentes de ella. “Si hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos”5, pues todo ello nos acerca a Dios. 

 Quien descuida estas cosas se arriesga a debilitar su relación personal con Dios y a perder el rumbo. Quien las cultiva cosechará una vida abundante y tendrá, en su corazón, la esperanza de volver a la presencia del Padre habiendo peleado la buena batalla, acabado la carrera y guardado la fe.

(1) Marcos 10:43-44

(2) 1 Nefi 16:10 (paréntesis agregado)

(3) 1 Nefi 16:27-29

(4) Alma 37:45

(5) Artículo de Fe 13

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