PAGANDO EL PRECIO

Conocí la Iglesia de joven. Tenía veintiún años cuando me bauticé. De hecho, mi primer contacto con la Iglesia no fue a esa edad sino más tempranamente aún, cuando tenía catorce años. Cierto día acerté a pasar por la Plaza Libertad1 y observé una exposición de murales extendida a la vista de los transeúntes. Uno de los afiches tenía la imagen de un joven sentado en un sillón leyendo la Biblia a la luz de una vela. En otro aparecía conversando con un ángel que, sosteniéndose en el aire, señalaba algo que no logré distinguir y que hoy sé que eran las planchas de oro de las cuales José Smith tradujo el Libro de Mormón.

En aquellos tiempos (debo confesar) yo no era creyente y aquello me distrajo no más de unos segundos, transcurridos los cuales continué mi camino sin prestarle más interés. Sin embargo, el hecho sobresaliente de que alguien hubiera afirmado, en tiempos modernos, que había dialogado cara a cara con un ángel me pareció sorprendente y, aunque no me resultaba creíble, no dejó de quedar grabado en mi mente de forma tal que hasta hoy recuerdo aquel episodio.

Ya con veintiún años cursaba mis estudios universitarios cuando entré nuevamente en contacto con el mensaje del evangelio restaurado y conocí en detalle el testimonio de José Smith. Los tiempos han cambiado mucho desde entonces y la gente también. La sociedad en la que viví mi juventud conservaba los valores cristianos básicos en una forma más patente que la presente, y el testimonio de Jesucristo era prácticamente indiscutible entre las personas. Por esa razón las charlas misionales se centraban en el testimonio de José Smith y la necesidad de una restauración de la autoridad divina que había sido retirada de la tierra por motivo de la apostasía que siguió a la desaparición de la Iglesia Primitiva. La primera charla ya relataba la experiencia del joven profeta, pues no había necesidad de testificar que Jesús era el Cristo, pues eso ya todos lo sabían.

Mi primer Libro de Mormón contenía en una de sus hojas iniciales la promesa de Moroni 10:4-5:

“Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo;

“y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas.”

Habiendo visto su cumplimiento por experiencia propia, me pareció claro en aquellos días que el camino a la conversión pasaba por poner a prueba la promesa del libro. Incontables veces invité a mis relaciones a leer el libro y seguir la admonición de Moroni. Con el tiempo llegué a darme cuenta que las condiciones para el cumplimiento de la promesa eran más profundas de lo que una lectura superficial de ellas pudiera concluir.

Recuerdo que en una ocasión compartí mi testimonio acerca del pasaje de Moroni con un amigo miembro de otra denominación cristiana. Convenimos en orar juntos y, a la manera de José Smith, nos retiramos a una playa desierta a preguntar a Dios qué curso de acción debía seguir mi amigo. Oramos por turnos hasta que mi amigo concluyó que su iglesia era la verdadera y que la mía estaba en error.

Aunque fue una experiencia frustrante, me dejó una lección importante. Necesariamente debía haber algo más que arrodillarse a orar y preguntar.

Indudablemente el testimonio no es el resultado de una fórmula que, como sucede en las ciencias exactas y naturales, aplicada sistemáticamente dé por resultado “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”2. Aunque la fe en Cristo es esencial, se requiere además un corazón sincero, honesto, puro, bien intencionado. No dudo que aquel amigo mío tenía fe en Cristo y poseía un corazón sincero. Sin embargo, no recibió la respuesta que uno hubiera deseado que recibiera.

Existe un tercer elemento en las condiciones establecidas en el Libro de Mormón: “con verdadera intención”. A veces pasamos por alto esta condición y damos por sentado que en el acto de orar buscando una respuesta basta con desear recibirla, y que el propio acto de orar es, de por sí, manifestación clara de nuestra “verdadera intención”.

Sin embargo, el Señor le aclaró a Oliverio Cowdery que no bastaba con esa clase de intención:

“He aquí, no has entendido; has supuesto que yo te lo concedería cuando no pensaste sino en pedirme.”3

Dios “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”5. Conoce a Sus hijos y los ama. Por tanto, Él concede a los hombres “conforme a lo que p(ued)an oir”4; en otras palabras, según el grado en que puedan o quieran ceñir sus vidas a Su palabra. En su tierna misericordia, evita que carguen con un peso que no puedan soportar “porque no se exige que un hombre corra más aprisa de lo que sus fuerzas le permiten”5. Si los hombres recibiesen una porción de luz mayor a que pudieran soportar, ello sería para su condenación.

Luego, ¿qué significa que debamos pedir “con verdadera intención”? Significa que debemos estar dispuestos a vivir a la altura de la respuesta que recibamos. Quien ora para saber la verdad no sólo debe hacerlo teniendo fe en Cristo, con un corazón puro, sino que además debe estar dispuesto a asumir el compromiso que el conocimiento de la verdad acarrea.

Esto vale en todos los órdenes de la vida. “Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá... “(6), dice el Señor.

Pero agrega esta advertencia:

“...cualquier cosa que le pidáis al Padre en mi nombre os será dada, si es para vuestro bien; y si pedís algo que no os conviene, se tornará para vuestra condenación.”

Cuando se pide a Dios, hay que estar dispuesto a pagar el precio.

(1) Una de las plazas céntricas Montevideo, Uruguay

(2) Hebreos 11:1

(3) Doctrina y Convenios 7:9

(4) Marcos 4:33

(5) Mosíah 4:27

(6) Doctrina y Convenios 88:63

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